Extra #2 - Ellie y Hayes

Elizabeth —o Ellie, como prefería que la llamaran— Davies llegó a Nueva Zelanda con un visado temporal, llena de incertidumbre pero con muchas ganas de descubrir ese país que hasta entonces le había parecido tan lejano.

Se dedicó a viajar por las dos islas durante el primer mes, pero luego se asentó en Tauranga para trabajar recogiendo kiwis durante tres meses. Al terminar la temporada de recolección, se mudó a Auckland, donde encontró trabajo como camarera en un restaurante del centro.

Era marzo, el sol brillaba con fuerza y Ellie se abanicó la cara con una mano, abrumada por el calor, que era inusual teniendo en cuenta que se suponía que los meses de calor ya habían terminado, y el otoño estaba a la vuelta de la esquina. Llevaba un vestido corto, de color blanco, porque su madre siempre había dicho que, cuanto más oscuro el color, más absorbía el sol, y ella quería todo lo contrario. Se había planteado ponerse botas, sabiendo que no debía preocuparse por la marca del sol, ya que le costaba horrores ponerse morena, pero al final había optado por unas sandalias porque lo último que quería era estar sudando por todos lados. Viniendo de Inglaterra, donde el mal tiempo, el frío y el viento estaban a la orden del día, para ella ese calor era demasiado.

Una de sus compañeras de trabajo organizaba una barbacoa en su casa, y la había invitado, así que se estaba dirigiendo a la casa de la susodicha. Ellie siempre había sido una persona sociable, pero en Nueva Zelanda se estaba esforzando en serlo todavía más, porque quería conocer al máximo de gente posible. Estar lejos de casa, pese a que le gustaba, a veces se podía hacer complicado, pero cuando conoces a gente y puedes hacer planes, es más fácil lidiar con la situación.

No tardó en llegar a la casa, ya que estaba en su mismo barrio. El jardín era trasero, pero una parte de la valla daba a la parte delantera de la casa. La puerta que había en dicha valla estaba abierta, así que Ellie la cruzó, y se encontró con que la barbacoa ya estaba en marcha y había bastante gente, pese a que ella había llegado justo a la hora acordada, sin ni un minuto de retraso.

—¡Ellie! —la saludó Trisha, su compañera de trabajo, acercándose a ella—. Bienvenida, hay cerveza en la nevera, y James ya está haciendo la carne.

—He traído ensalada —comentó Ellie, levantando la bolsa de tela que llevaba colgada del hombro.

—Genial, que así comemos algo de verde —respondió ella—. Los demás solo han traído cosas muy grasientas. Que no me quejo, pero nos irá bien combinarlo con algo sano.

Cogió una cerveza de la nevera, dejó la ensalada en la mesa del jardín, y se dedicó a charlar con las personas que ya conocía, ya fuera porque también trabajaban con ellas o porque eran amigos de sus amigos y habían venido a alguna de sus salidas de fiesta.

Casi una hora más tarde, cuando ya estaban empezando a servir la carne, alguien apareció por la puerta del jardín y Ellie se giró para encontrarse a un hombre de pelo rubio oscuro y unos ojos que parecían claros, aunque a esa distancia no pudo distinguir el color.

—¡Hayes McCrone! —exclamó Trisha, haciéndose la enfadada—. ¿Dónde está tu sentido de la puntualidad?

—No está —respondió el acusado, con una media sonrisa que hizo que Ellie lo mirara con aún más interés. Tenía un notable acento australiano, y quiso reír al pensar en que, a nivel físico, era el tipo más australiano que había visto en su vida—. No ha estado nunca, no sé de qué te sorprendes.

El tal Hayes se acercó a la mesa para dejar varias bolsas de patatas y un par de cajas de cerveza. Cuando estaba dejando la segunda caja, se le resbaló y casi cayó encima de la mano de Ellie, pero sus reflejos fueron rápidos y la apartó a tiempo.

—Cuidado, aussie, que me dejas sin mano. —Sonrió cuando él le dio una mirada de disculpa.

—No me perdonaría nunca aplastarle la mano a una británica, que aún vendrá la Reina en persona a arrestarme —bromeó él, y le extendió la mano—. Soy Hayes, un placer.

Ella estrechó su mano con una sonrisa.

—Ellie —se presentó.


***


Una mano bajó hasta su culo para dejar un fuerte azote que la hizo gritar. Detrás de ella, con su otra mano agarrando su cintura, estaba Hayes, moviéndose lo más rápido que el cuerpo le permitía. El cabezal de la cama del australiano chocaba incansablemente contra la pared.

—Un poco más... —gimió ella, y llevó una de sus manos a su punto más sensible para estimularlo, pero Hayes le cogió el brazo y se lo retuvo en la espalda.

—No —respondió, con tono autoritario.

Ellie emitió un quejido, frustrada, pero Hayes ni se inmutó, siguió manteniendo el mismo ritmo. La presión no paraba de aumentar sobre el punto sensible de ella, y estaba a punto de echarse a llorar de necesidad cuando él soltó su brazo y pudo estimularse, para llegar a un orgasmo arrollador entre gritos a los pocos segundos. Él gimió, llegando al clímax al mismo tiempo que ella.

El australiano se tumbó a su lado, con la respiración entrecortada, al igual que ella, y el cuerpo sudado por el esfuerzo. Se deshizo del preservativo, envolviéndolo con papel antes de dejarlo en la mesita de noche.

—Casi te mato cuando no me has dejado tocarme —comentó ella, y Hayes se echó a reír.

—Pero, ¿a que luego el orgasmo ha sido mejor? —preguntó, y Ellie se calló porque sabía que tenía razón.

Hayes cerró los ojos, y Ellie aprovechó para observarlo sin que se diera cuenta. Llevaban cerca de medio año acostándose de vez en cuando, desde que se habían conocido en la barbacoa de Trish, y las intenciones de Hayes seguían siendo un misterio para ella. Tampoco es que tuviera claras sus propias expectativas en cuanto a esa relación, y más teniendo en cuenta que su visado caducaba en menos de un mes, lo que significaba que tendría que abandonar el país. La sola idea le daba ansiedad, porque estaba muy cómoda con la vida que había conseguido construir allí, y tener que dejarlo todo, en especial al australiano que dormitaba a su lado, le dolía.

Escuchó suaves ronquidos a su lado, que dejaban claro que Hayes se había dormido, y decidió darse una ducha. Se vistió, porque no quería que el resto de la gente de la casa la viera desnuda, y tras coger la toalla de Hayes, salió de la habitación.

—Nos vais a tener que pagar la terapia —se quejó alguien en el salón, y Ellie sonrió antes de dirigirse allí.

En el sofá estaban Paul, el chico australiano que se había mudado a casa de Hayes menos de un mes atrás, pero con el que ya tenían mucha confianza, y August, un neozelandés que vivía con Hayes desde hacía meses.

—Que vuestra vida sexual sea nula y os dé envidia escucharnos no es mi problema —bromeó ella, y August rodó los ojos.

—Yo solo quiero evitar que vuelvan a venir los vecinos preocupados porque creen que Hayes te está asesinando —comentó.

—Eso solo ha pasado una vez, y ya lo dejamos todo claro, así que si nos vuelven a escuchar ya saben lo que está pasando —respondió Ellie.

—¿De verdad le explicasteis a los Greene que os iba el sexo duro? —preguntó Paul, que todavía no estaba en la casa cuando eso había sucedido.

Los Greene eran una pareja de unos sesenta años y, efectivamente, les habían tenido que explicar a qué se debían los gritos y golpes en la pared.

—No se escandalizaron tanto como cabría esperar —explicó ella—. De hecho, por el interés con el que nos miraba la señora Greene, yo creo que tenía ganas de probarlo, aunque no sé si será el estilo de su marido.

August hizo una mueca de asco.

—Gracias, Ellie. Ahora cada vez que los vea los imaginaré teniendo sexo salvaje.

—De nada, hombre, lo que sea por animar tu aburrida vida.

August rió, y Ellie fue a ducharse. Se llevaba muy bien con los compañeros de casa de Hayes, lo que era un alivio teniendo en cuenta que pasaba mucho tiempo allí. De vez en cuando también iban a su casa, pero no era algo habitual porque uno de sus compañeros de piso era puritano a más no poder y, teniendo en cuenta que le habría dado un infarto escuchándolos tener sexo, solo iban cuando dicho compañero no estaba, que no era a menudo.

Como sabía que, una vez dormido, pocas cosas en el mundo podían despertar a Hayes, no se molestó en despedirse de él antes de irse, porque había quedado con Trisha para cenar. Hacía meses que habían dejado de trabajar juntas, porque Ellie ya no tenía derecho a trabajar en el país, pero seguían llevándose muy bien.

—Tienes cara de destruida, seguro que ha sido McCrone —fue lo primero que comentó su amiga al verla, con una sonrisa pícara.

—No te lo voy a negar —contestó ella con una carcajada.

—Entonces, ¿pensáis hacerlo oficial algún día? —inquirió Trisha.

—¿El qué? —murmuró Ellie, con tranquilidad fingida, haciendo como que leía la carta del restaurante.

Trish levantó una ceja.

—Estáis pilladísimos el uno por el otro, cualquiera que os vea tarda dos segundos en darse cuenta.

—Qué exagerada eres —respondió la británica, sin despegar la vista de la carta, pero Trisha se la quitó.

—Deja de fingir que lees.

Ellie suspiró.

—Me tengo que ir de aquí en menos de un mes —le recordó—. Qué haremos, ¿tener una relación a distancia de Londres a Auckland? No funcionaría ni en mil años.

—Pero, sin tener en cuenta a Hayes, ¿tú te quieres quedar, o ya tienes ganas de volver a casa?

—Quiero quedarme. Siento que este es mi hogar ahora. A parte de mi familia y amigos, no tengo nada que me haga querer volver a Londres.

—¿Y si buscas un trabajo? —sugirió Trisha—. Si consigues un contrato, te pueden dar un visado de trabajo.

—Ya lo he intentado, pero no ha habido suerte.

Tres semanas más tarde, a principios de octubre, Ellie se subía, muy a su pesar, a un avión con destino a Inglaterra. Hayes la había acompañado al aeropuerto, y la despedida había sido de lo más extraña. Ellie ya había pasado por despedidas antes, como con sus padres y hermanos cuando se había ido a Nueva Zelanda, pero esta era diferente, porque sabía que no se volverían a ver. Se había resumido en un abrazo incómodo y un "que vaya bien".

De vuelta en su país, Ellie se sentía fuera de lugar. Había vivido toda su vida ahí, en ese barrio en las afueras de Londres, pero tenía la sensación de que ya no era su sitio. Veía las publicaciones de sus amigos de Nueva Zelanda en redes sociales y tenía ganas de llorar, porque hasta entonces no había creído posible echar tanto de menos un lugar.

Seguía en contacto con Trisha y otras de sus amigas, pero con el paso de las semanas fueron hablando cada vez menos, algo inevitable teniendo en cuenta que no se podían ver. De Hayes no supo nada, él no le escribió y ella a él tampoco, porque ambos sabían que era lo mejor. Además, solo había sido sexo sin compromiso, ¿verdad? Sexo maravilloso durante siete meses, en los que habían pasado mucho más tiempo juntos de lo normal en una relación informal cualquiera, pero no, no había sido nada serio.

Un día, en Navidades, Ellie volvía a casa del estresante trabajo que había encontrado en un supermercado. Al llegar, su madre le tendió un sobre grande con su nombre escrito a mano.

—Ha llegado hoy —le dijo.

Ellie subió a su habitación y, una vez sentada en la cama, abrió el sobre para encontrarse con varias postales. Cogió la primera, con una fotografía de Auckland de noche, y la giró para encontrarse con un mensaje de Trisha deseándole unas felices fiestas y recordándole que la echaba de menos. El resto de postales eran de otros de sus amigos de Nueva Zelanda, y las leyó todas hasta llegar a la última, en la que aparecía la ilustración de un gran lago con varias montañas de fondo. En el dorso de dicha postal, había varias líneas escritas con una letra pequeña y difícil de leer, pero ya había leído textos escritos con esa letra antes, así que no le costó entenderlo.

Creo que la señora Greene echa de menos el ruido de la pared de mi habitación, porque pasa por delante de mi casa más a menudo de lo habitual. Puede que yo también lo eche de menos. Feliz Navidad. Saluda a la Reina de mi parte. Hayes.

Dejó la postal en su cama, encima de las otras, y sonrió con ternura antes de echarse a llorar. Y entonces lo decidió: iba a volver como fuera.

Pasó las siguientes semanas enviando currículums a cualquier sitio de Auckland que le ofreciera un contrato indefinido, pero no hubo suerte. Hizo varias entrevistas, pero no la volvieron a contactar. Estaba empezando a desmoralizarse cuando, por fin, un día de enero recibió un mail de una gestoría de Auckland que necesitaba una administrativa y, al ser justo lo que ella había estudiado y dar el perfil, estaban interesados en contratarla. Hizo la entrevista sin muchas esperanzas, pero apenas dos días más tarde le confirmaron que estaba contratada.

No avisó a ninguno de sus amigos de Nueva Zelanda. Compró un billete para un vuelo que salía la semana siguiente, dejándose la gran mayoría de sus ahorros, e hizo la maleta con varios días de antelación. Sus padres se apenaron al saber que volvía a irse, y esta vez, si podía ser, para siempre, pero se alegraron al ver a su hija tan feliz de nuevo.

Aterrizó en Auckland el tres de febrero. Pidió un taxi en el aeropuerto que la llevó hasta la casa donde había encontrado una habitación, en las afueras de la ciudad. Dejó su equipaje ahí y se quedó sentada en la cama, sin saber a quién ir a ver primero. Se decidió por Trisha, que la recibió con gritos de emoción cuando la inglesa le dijo que había conseguido un visado de trabajo, y que pretendía quedarse todo el tiempo posible. Fue a comer con ella, y se les terminaron uniendo varias amigas. Ahí, rodeada de su círculo otra vez, Ellie se sintió plena después de meses... Pero le faltaba algo por hacer.

Llamó al timbre sintiendo que le temblaban las piernas. No solía ponerse así, tan nerviosa, en esas situaciones, y era precisamente eso lo que le hacía saber que eso era diferente. No tenía ni la más mínima idea de qué le iba a decir, ni siquiera sabía si Hayes seguía interesado en ella, o si estaba con otra persona.

La puerta se abrió al poco rato, y apareció un hombre de más o menos su misma edad, con el pelo castaño claro algo largo y unos ojos verdes que la miraban con curiosidad. No lo conocía, y por un segundo pensó que se había equivocado de casa, pero Trisha le había confirmado que seguía viviendo en el mismo sitio.

—¿Necesitas algo? —preguntó el desconocido, con un acento que parecía español, y ahí fue cuando Ellie se dio cuenta de que llevaba mucho rato mirándolo.

—Ay, sí, perdona —dijo, y el desconocido sonrió—. ¿Está Hayes?

—No —respondió él, y Ellie quiso gemir de frustración, porque todos sus planes acababan de irse al traste—. Se ha ido a hacer la compra. Supongo que, si lo conoces, ya sabrás que se puede tirar cien años comprando... —Su mirada se desvió hacia la calle, detrás de ella—. Ah, pues mira, ahí está. Has tenido suerte.

Ellie se giró, y vio a Hayes cargando dos bolsas de papel, llenas hasta arriba. Estaba tan concentrado en que no se le cayera nada que no se dio cuenta de que Ellie estaba allí hasta que estuvo delante de ella. Se quedó parado, sus ojos se abrieron de par en par, y abrió la boca para decir algo, pero parecía que no le salía nada.

—Os dejo solos —dijo el chico que le había abierto la puerta a Ellie, y se metió de nuevo en el interior de la casa.

—¿Compañero nuevo? —preguntó Ellie, buscando sacar cualquier tema de conversación.

Hayes asintió lentamente con la cabeza.

—Se llama Max, es español —respondió.

Ellie también asintió con la cabeza, pensando en qué más decir, y estuvieron así durante lo que parecieron horas, aunque apenas fue un minuto hasta que Hayes volvió a hablar.

—¿Puedo besarte?

Solo necesitó que Ellie, sorprendida, murmurara un escueto "sí" para dejar caer las bolsas al suelo y lanzarse a sus labios.

—¿Estás solo de visita? —preguntó Hayes, separándose apenas unos milímetros de su boca.

—He vuelto para quedarme —contestó ella—. He pensado que, ya que voy a estar aquí mucho tiempo, sería una lástima no pasarlo contigo.

—Sería una lástima, sí —murmuró antes de empezar a besar su cuello—. No sabes cuánto te he echado de menos.

—Oh, sí, lo dejabas muy claro en tu postal —bromeó ella, con ganas de molestarlo—. ¿Cómo era eso? ¿"Saluda a la Reina de mi parte"?

Hayes rio antes de apartarse.

—Tenía que poner algo gracioso, porque hablar de sentimientos se me hace muy raro.

—No me digas. —Ellie sonrió antes de volver a besarlo.

Decidieron que una cosa era hacer ruido con golpes en la pared y otra mucho más extrema montárselo ahí en el porche, así que terminaron lo que habían empezado dentro, en la habitación de Hayes, y esta vez no solo dieron golpes en la pared sino que lo hicieron directamente contra ella.

—Tu compañero nuevo debe de estar asustado —comentó Ellie cuando terminaron.

—No lo creo, es un tío difícil de sorprender —contestó Hayes antes de dejar un beso en su frente—. Oye, ¿quieres salir a cenar por ahí?

Salieron juntos de la casa, y se encontraron a la señora Greene podando los arbustos de su jardín —o haciendo ver que los podaba, al menos—. La señora los miró con una sonrisa y los saludó con la mano, a lo que ellos le respondieron con el mismo gesto, aguantando las ganas de reír.


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*Aussie es una forma de llamar a los australianos en inglés.

HOLAAAAAA

AY, QUÉ ILUSIÓN VOLVER A SUBIR UN EXTRA DE ESTE LIBROOOOO

¿Qué os ha parecido? ¿Vosotros creéis que los Greene terminaron probando el sexo duro? Yo tengo mis dudas, pero me gusta pensar que sí.

Por cierto, el final de este extra es unos meses antes de que Julia vaya a Nueva Zelanda (para que os situéis en el tiempo jeje).

Un besito,

Claire

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