Dos

—Claudia, deja ese aparato del demonio de una vez —ordenó mi abuela, refiriéndose al móvil que mi hermana estaba usando.

—¡Pero si no estamos en la mesa! —se quejó ella, indignada.

En casa de mis abuelos había una regla: no se usa el teléfono en la mesa. Mi abuela le tenía tirria a las nuevas tecnologías, decía que nos tenían atontadas. A todas, menos a la televisión, claro está, donde daban las series y películas que a ella le gustaban.

—Intento dormir —les recordé, arrastrando la voz porque estaba casi dormida cuando se habían puesto a discutir.

—Pues vete a la habitación de mamá —contestó mi hermana con esa agresividad tan característica suya.

—Ya da igual —dije, incorporándome hasta quedar sentada en uno de los dos sofás que había en el salón.

Mi móvil vibró en mi bolsillo y recibí una mirada asesina inmediata de mi abuelo, que compartía la aversión a la tecnología de su mujer. Aún así, miré rápidamente de qué se trataba, encontrándome, sorprendentemente, con un mensaje de Dani.

Sin preocuparme de si mis abuelos iban a quejarse —no estábamos en la mesa, pero de vez en cuando les daba por recordarnos lo extremadamente enganchadas que, según ellos, estábamos al teléfono—, abrí el mensaje y no pude evitar sonreír al encontrarme con un "Hola, preciosa. ¿Qué tal?".

—Uy, esa sonrisa tonta significa que es Daniel —dijo Claudia, y podía notar el aburrimiento en su voz.

No, Claudia y Daniel no se llevaban demasiado bien.

—Déjame en paz —contesté sin hacerle demasiado caso, repentinamente contenta por el mensaje.

Contesté al mensaje con un "Bien, descansando. ¿Cómo estás tú?", pero ya no estaba en línea.

En media hora tenía que salir para el trabajo otra vez. Había pasado toda la mañana en la biblioteca, pero el estrés me había podido y, como esa noche había dormido fatal, había decidido ir a comer a casa de mis abuelos y descansar un poco.

Souricette*, ¿me pasas el mando? —me pidió mi abuelo— Este programa me aburre.

El abuelo Géraud era francés. Se había criado en un pueblo cerca de Perpignan, al lado de la frontera. Luego se fue de visita a Barcelona, conoció a mi abuela y se casaron en Marsella, donde vivieron varios años y donde nació mi madre. Volvieron a Barcelona cuando ella tenía dos años.

Glòria y Géraud eran los únicos abuelos que tenía. Mis abuelos paternos habían fallecido cuando yo era pequeña. Mi padre era considerablemente mayor que mi madre, once años más. Por ese motivo mis abuelos nunca habían tolerado a mi padre pero, irónicamente, fue la muerte de mamá lo que hizo que dejaran sus diferencias aparte. Supongo que el sentimiento de pérdida compartido, y el hecho de que vieron a mi padre luchar incansablemente junto con mi madre y nunca perder la esperanza, hizo que cambiaran su visión de él.

El recuerdo hizo que mirara en dirección a una mesita que había cerca de la del comedor, donde reposaba un marco con una fotografía de mi madre de joven. Nunca me había parado a pensarlo, pero me reconocí en esa imagen. Supongo que cuando papá decía que me parecía a ella llevaba razón.

—Guapa, ¿verdad? —comentó mi abuela, sentándose a mi lado.

La miré y sonreí.

—Mucho —contesté.

—Tanto como tú y tu hermana. —Dejó un beso cariñoso en mi frente.— Iguales que mi Isabel.

Lo que dijo hizo que me emocionara. Sentí un extraño impulso de llorar, repentino y fuerte, pero lo conseguí reprimir. La muerte de mamá seguía siendo un tema que, aunque teníamos aceptado, aún estaba por superar. Al fin y al cabo, apenas habían pasado tres años.

A la media hora tuve que irme a trabajar. Ese día en concreto no tenía nada de ganas, porque después de echarme en el sofá se me hizo mucho más duro que cuando iba directamente desde la biblioteca, pero había algo de lo que, aunque no me gustara admitirlo, sí tenía ganas.

—Hola, Julieta —Adrián me saludó nada más entrar en la tienda.

—Has llegado antes que yo —observé, haciendo una mueca de sorpresa.

Levantó un bolígrafo y me señaló.

—No te acostumbres —dijo, en tono de advertencia, y reí.

Dejé mis cosas en el mismo rincón del almacén donde siempre lo dejábamos todo y volví a la tienda para empezar a trabajar.

—Por cierto, ¿sabes qué significa que yo haya llegado antes? —me preguntó Adri.

—¿Qué? —Levanté una ceja.

—Que ha llegado ropa nueva y te toca etiquetar —contestó con una sonrisa de satisfacción.

Dos horas más tarde Adrián tenía que irse, así que fui al almacén a esperarlo para que me dijera cuál era la sudadera de Max, y de paso consulté el móvil para encontrarme con varios mensajes de Dani.

Dani: Hola?
Dani: Juliaaaa
Dani: Vuelves a no contestar?
Dani: Perfecto.

El último mensaje lo había mandado a las cinco y media de la tarde, hacía apenas una hora y, aunque él sabía perfectamente que estaba trabajando, me sentí mal por no haberle avisado.

Júlia: Lo siento amor, estoy trabajando.

Vi que estaba en línea, pero no contestó.

Júlia: En un rato vuelvo al mostrador, tampoco podré contestar.

Ahí sí que obtuve una respuesta.

Dani: Ok.

Suspiré. Volvíamos a lo mismo de siempre.

Júlia: No te enfades. ¿Nos vemos mañana?

Dani: Tengo planes para mañana.

Tuve que reprimir un gruñido de frustración. Era tan cabezón...

Júlia: No seas así, ya sabes que no lo tengo fácil.

—A ver dónde la dejé... —murmuró Adri para sí mismo, entrando en el almacén y mirando en las estanterías.

Esperé unos segundos a ver si obtenía alguna respuesta de Daniel, pero cuando vi que se había desconectado suspiré y guardé el móvil.

—¿Qué suspiras, Julieta? —me preguntó Adri distraídamente, mientras miraba las etiquetas de las cajas para ver cuál era la que contenía lo que buscaba.

—Nada —contesté, negando con la cabeza—. ¿La encontrarás algún día?

—Qué poca fe tienes en mí —contestó—. Aquí está.

Sacó una sudadera gris envuelta en plástico y me la dió.

—Es una sudadera bastante sencilla —dije, fijándome en que lo único que había de especial era el pequeño logo de una conocida marca de skateboard.

—Sí, pero aquí tiene descuento de amigo —contestó Adri.

—¿Podemos hacer eso? —Levanté una ceja.

—En teoría no, pero yo lo que hago es aplicarles mi descuento de empleado. —Se encogió de hombros y fue a coger su mochila.— Bueno, Julieta, me voy al matasanos. Nos vemos el lunes. Estudia mucho y no te estreses.

—Qué fácil es decirlo.

—Y no seas gruñona. —Dejó un beso en mi cabeza como si yo fuera un cachorro y salió del almacén dejándome sola.

La siguiente hora hasta las siete de la tarde la pasé bastante ocupada, con muchos clientes entrando y saliendo, algo no tan raro teniendo en cuenta que era viernes. Noté mucho la ausencia de Adri porque tenía que estar haciendo el doble de trabajo. Además, me sentía un poco nerviosa por la visita que estaba esperando, y tuve que suplicarme a mí misma que, cuando Max llegara, tuviera la capacidad de no parecer tonta.

En un momento en que la tienda se quedó vacía, me puse de espaldas al mostrador a escribir en la pizarra que teníamos sobre una nueva oferta.

—Hola —escuché una voz detrás de mí y di un bote que causó que la tiza cayera de mis manos.

Me giré y, cuando lo vi, el sonrojo fue inevitable.

Acababa de llegar, y mi plan de no parecer tonta ya estaba fallando.

Max Elizalde, el protagonista de algunas de mis fantasías —está bien, de muchas de ellas—, estaba ahí, en el mostrador, con la curiosidad manchando sus ojos verdes. Una sonrisa se dibujó en su cara cuando le miré, y podría haber gemido en ese mismo momento. Su cabello algo ondulado, castaño con algunos mechones rubios, había crecido bastante desde la última vez que lo había visto, pero no parecía llegarle aún para hacerse una coleta. Un pequeño aro adornaba su oreja, como siempre, y en mi cabeza no paraban de reproducirse imágenes de situaciones en las que yo podría agarrar y tirar de ese cabello crecido.

Basta, Julia, me dije a mí misma.

—Max —lo saludé, intentando recomponerme y empezar a actuar como una persona normal—. Qué susto me has dado.

—Ya lo he visto —contestó, con diversión.

Reí, algo más sonrojada. Mis planes se estaban yendo al traste, como siempre que Max Elizalde se veía envuelto en ellos.

—Y, ¿qué tal todo? —pregunté, intentando darle conversación y no parecer una niña tímida, para variar un poco—. Adri me contó que pronto vuelves a Nueva Zelanda.

—En menos de una semana, sí —contestó—. Me da un poco de pereza, la verdad. Es un viaje muy largo, pero allí estoy genial.

—Me alegro. —Sonreí.— Debe ser precioso.

—Lo es, mucho —dijo—. Puedes venir cuando quieras.

—Claro. —Reí, tomándomelo a broma.— Ojalá tuviera el dinero.

—No es tanto. —Se encogió de hombros, aunque no estaba segura sobre si debía tomármelo en serio.

—Ya me voy a Estados Unidos este verano, así que otra vez será —contesté—. ¿Planeas quedarte mucho tiempo allí?

—Todo lo que pueda —respondió—. Estoy trabajando y haciendo proyectos relacionados con lo mío en Auckland, y estoy muy contento.

—¿Lo tuyo? —inquirí.

—Arquitectura —contestó—. Al terminar la carrera estaba tan harto pensé que nunca llegaría a trabajar de ello, pero ahora que me he puesto me está gustando.

—Uy, yo veo el plano de un edificio y ya me mareo —bromeé, y él volvió a sonreír—. Vienes a por esa sudadera, ¿no? Adri ha estado un buen rato buscándola, casi la pierde.

—Ya sabía yo que no podía fiarme de él. —Rió.

—Esa suele ser una mala decisión —dije—. Ahora te la traigo.

Salí del mostrador a una velocidad que me pareció demasiado rápida como parecer normal, y tras coger la sudadera que había dejado en un lugar accesible, volví a la tienda.

Le di la sudadera, me pagó y estuvimos hablando brevemente sobre Auckland, lo que él había estado visitando de Nueva Zelanda y sus locos compañeros de casa. Se fue poco más tarde porque al parecer tenía una cena, y cuando salió por la puerta, tras volver a invitarme a Auckland de una forma que tampoco supe si tomarme en serio, respiré hondo.

Malditos encaprichamientos adolescentes que no dejaban de perseguirme. Era una tontería en todos los sentidos: yo tenía novio, y Max nunca iba a fijarse en mí. Porque era guapísimo y seguro que ligaba mucho, y porque teniendo a chicas de su edad no iba a fijarse en mí, una niña a sus ojos, ni en mil años. Al fin y al cabo me sacaba cuatro años.

Cerré la tienda a las nueve, como cada día, y saqué el móvil de mi mochila para ver si tenía noticias de Dani. Para variar no había vuelto a dar señales de vida. No entendía su comportamiento; primero estaba genial, llamándome preciosa, y pocas horas más tarde se molestaba y ni me hablaba. Y me hacía sentir culpable, porque en el fondo entendía que se molestara. Sí, yo tenía una vida ocupada, pero últimamente había estado descuidando mucho nuestra relación, y eso no estaba bien.

Suspiré y decidí ir a verlo. Tenía tiempo, e incluso podríamos salir a cenar a algún sitio para hablar y hacer las paces. Le mandé un mensaje avisándolo de que iba a ir a su casa, pero ni siquiera lo recibió.

La casa de Dani quedaba bastante más lejos que la mía, así que cogí el metro. En tres paradas ya estaba en la que quedaba al lado de su casa, y salí para encontrarme que, en el poco tiempo que había pasado en el metro, había terminado de hacerse de noche.

Caminé los pocos minutos que me separaban de su casa y, cuando casi había llegado y podía ver su portal, vi a dos personas delante de este. Una de ellas me fue fácil de reconocer, y más teniendo en cuenta que vivía allí: Daniel. La otra estaba de espaldas y a contraluz, así que solo pude distinguir que se trataba de una chica.

Y, de repente, Dani la besó. Besó a la chica desconocida y, cuando ella giró la cara para corresponder a su beso, apenas pude creerme quién era. Marta. La que había sido mi mejor amiga desde la guardería, estaba en el portal de mi novio besándolo como si no hubiera un mañana. 



___________


*souricette significa ratoncita en francés. Special thanks a Anne-Sophie por darme nombres cariñosos en francés hehe.

¡Hola! Siento el retraso, pero tras escribir el segundo capítulo me di cuenta, junto con Nerea61991 (que me hace de lectora beta hehe) que había muchas cosas que no terminaban de encajar, así que he estado trabajando en solucionarlo y aquí está. ¿Qué os ha parecido?

¡Nos leemos pronto!

Claire

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top