Cuarenta y cuatro

Salí de la consulta de la psicóloga a las seis de la tarde. Había estado años sin saber lo que era poder hacer planes a esas horas, pero tampoco me había costado acostumbrarme desde que había dejado el trabajo.

El cambio había sido duro, aunque significara más tiempo libre para mí. Había estado casi cuatro años trabajando ahí, yendo cada tarde al mismo sitio, y pasando el rato con la misma persona. El hecho de que Adri también tuviera pensado irse lo había hecho algo más llevadero, porque entonces había sabido que, de haberme quedado, habría sido sin Adri.

Aunque, honestamente, lo que más echaba de menos era el dinero. A Adri lo veía a menudo. De hecho, había quedado con él, Raquel, Sandra y Miriam —aunque probablemente terminaría uniéndose más gente— en veinte minutos.

La verdad es que eso del tiempo libre era un lujo que iba a durarme poco, porque en una semana empezaría las prácticas. Estaba entre emocionada y muerta de miedo. Tenía muchas ganas de empezar a hacer trabajo de hospital, pero a la vez me asustaba la posibilidad de que se me diera mal, o de que descubriera que no estaba hecho para eso.

Aproveché que tenía diez minutos de margen para ir a cumplir la primera parte de la especie de deberes que me había puesto la psicóloga. Sabía que no había ninguna papelería en mi camino hacia el bar, así que probé suerte en una librería discreta en la que, pese a haber vivido siempre en esa zona, no recordaba haber entrado.

Saludé a la mujer que estaba en el mostrador, que me devolvió una sonrisa amable, y me puse a buscar. Vi un par o tres de libros que parecían interesantes, pero tuve que obligarme a centrarme en mi misión. La librería parecía, desde fuera, mucho más pequeña de lo que realmente era. No fue hasta que llegué al final del pasillo repleto de estanterías con libros que encontré lo que buscaba.

Había libretas de varios colores, de series de televisión, películas, sagas... A decir verdad, no me gustaban las cosas demasiado coloridas. Quería algo sobrio, neutro y práctico. Nada más.

Encontré una libreta de un color amarillo mostaza que enseguida me llamó la atención y, aunque en un principio quería algo neutro, el amarillo me pareció adecuado, porque necesitaba esa libreta para ir haciendo listas, cada día, de todas las cosas buenas que me hubieran pasado. Esa era la tarea que me había encomendado la psicóloga y, aunque en un principio me había parecido algo infantil, al pararme a pensar en ello, no era tan mala idea. De hecho, me hacía un poco de ilusión y todo.

Mis amigos solían decirme que era una persona pesimista, pero no me lo tomaba demasiado en serio porque el tono era de broma. Había necesitado las cinco sesiones que ya llevaba con la psicóloga para darme cuenta de que verlo todo negro no era sano en absoluto. Que sí, que parece obvio, pero cuando llevas años viendo las cosas así, terminas pensando que es lo normal.

Así que cogí la libreta amarilla, con todas sus connotaciones alegres, y me disponía a irme cuando algo más llamó mi atención. Era un cuaderno más grande, negro, rodeado por una goma elástica. Decidí cogerlo casi por instinto, y ni siquiera pensé en lo que iba a poner en él; solo sabía que necesitaba escribir.

Llegué al bar con las dos libretas en el bolso y la bufanda bien enrollada en el cuello. Que sí, que me encantaba el invierno, pero esa ola de frío no estaba siendo normal en absoluto, aún siendo mediados de febrero. Al menos esa temperatura había conseguido que Sandra y Pablo —que no sabía que también venía hasta que lo había visto— dejaran sus exigencias de fumadores de lado y hubieran renunciado a tomar algo en la terraza del bar, que estaba desierta porque seguramente todo el mundo había pensado lo mismo que ellos: demasiado frío para estar fuera.

—Gente, estoy hecha una porquería —fue lo primero que dijo Raquel al sentarse.

No hacía falta que lo dijera, porque su voz decía "congestión nasal" a gritos. Ay, el invierno y sus resfriados. Adri tampoco estaba muy fino, y sonreí al pensar en que lo más probable era que Raquel lo hubiera contagiado. Tener pareja es fantástico hasta que uno de los dos se resfría.

Habíamos quedado ese día porque Raquel lo tenía libre. Al parecer le debían muchos días de vacaciones, y se había cogido ese para, según ella, dormir hasta las doce y no hacer absolutamente nada en todo el día. Adri se estaba tomando una especie de mes sabático tras dejar el trabajo en la tienda, aunque ya había empezado a buscar otro trabajo. Sandra solo estaba estudiando, como siempre, y sus ahorros consistían en guardar todo el dinero que ganaba trabajando en verano. Yo no sé cómo podía ahorrar tanto, si salía a tomar algo cada dos por tres. Miriam estaba trabajando, haciendo turno de mañanas. Su intención era volver a estudiar en septiembre, porque querría haber empezado ese mismo curso pero, al apuntarse fuera del tiempo establecido, se había quedado sin plaza en la carrera de Derecho. También había denunciado a su ex, pero al parecer podían pasar años hasta que se celebrara el juicio, y ella prefería no hablar del tema, así que nunca se lo sacaba. En cuanto a Pablo... la verdad es que nunca había sabido qué hacía. Creo que trabajaba en una cafetería, pero no estaba segura. Pablo era el típico "amigo de fiesta", aunque habría sido más correcto definirlo como una amistad de bar, porque solo nos veíamos ahí.

—Pero, ¡¿cómo vas a tener una escalera?! —le gritaba Adri a Pablo media hora más tarde.

Habíamos empezado a jugar a cartas, como era habitual, pese a que éramos plenamente conscientes de que siempre terminábamos todos peleados. Sobre todo Adri, que era muy mal perdedor.

—Y, ¿yo qué sé? —se quejó el atacado, claramente molesto—. Ni siquiera sé jugar a esta mierda de juego.

—Y aun así, has ganado —observé, y Adri se giró hacia mí con una expresión de indignación—. No me mires así, Adrián, que es la suerte del principiante. A la próxima ya ganarás tú.

—Eso, tú tratalo como si tuviera tres años, que cuando se pone así, lo parece —bromeó Raquel, y Adri soltó un gruñido.

Pablo negó con la cabeza y se puso a mirar algo en su móvil. De repente empezó a reírse, y todos lo miramos. Él parecía ajeno al hecho de que había llamado todas nuestras atenciones, porque empezó a hablarle a Adri como si nada.

—¿Has visto lo que ha pasado Max por el grupo? —preguntó, y mi atención aumentó considerablemente.

A veces hablaban de Max, porque obviamente no iban a estar callándose cosas sobre su amigo solo porque yo lo echara de menos. Al principio, meses atrás, omitían el tema, pero después de eso habían empezado a hablar de él con normalidad. La primera vez me había dado un vuelco el corazón, a pesar de que no habían dicho nada relevante sobre él, pero a esas alturas ya no me dolía. Las sesiones con la psicóloga me habían ayudado a aprender a llevar mejor la situación —entre muchas otras cosas— y, aunque la mención de su nombre seguía acelerándome el pulso, no me hacía sentir mal.

—No —respondió Adri, y Pablo giró el teléfono hacia él.

Y sí, yo estaba al lado de Adri, y también vi la foto de Max en la playa, sin camiseta, con una tabla de surf al lado. De repente, a pesar de que hasta entonces había estado bien, empecé a tener mucho calor. Eso era otro tipo de dolor, no emocional: era frustración sexual. Que sí, que llevaba solo dos meses sin actividad de ese tipo —de hecho, me había comprado un vibrador, pero seguía sin estrenar—, pero echaba de menos el sexo con Max, porque era maravilloso.

Cuando quise darme cuenta, alguien estaba pasando una servilleta por mis labios, y me giré para ver a Sandra mirarme con una sonrisa ladina.

—Es que se te estaba cayendo la baba —dijo, y rodé los ojos mientras el resto de la mesa se echaba a reír.

—Será que no tengo motivos para que se me caiga. —Me encogí de hombros.

—Ya, la verdad es que está para comérselo —Sandra concordó conmigo, asintiendo con la cabeza.

—Calla, tonta —respondí, dándole un empujón, y ella se rió.

—Se ve que se ha pedido una semana de vacaciones para irse a hacer surf con su compañero de piso —comentó Pablo.

—Qué bien vive, el cabrón —dijo Raquel en un suspiro.

Me levanté para ir al baño mientras ellos seguían hablando de él. Me habría quedado a escuchar más, pero era consciente de que no me hacía ningún bien.

Cuando volví del baño, pasé por una especie de biombo que quedaba al lado de nuestra mesa, pero mis amigos no podían verme, y cuando escuché de qué estaban hablando me quedé ahí quieta.

—Las cosas no le van mal —dijo Raquel, y sabía que hablaban de Max porque había escuchado algo de la conversación mientras caminaba hacia allí.

—Parece que no —respondió Pablo—. Creo que se ha echado una especie de novia, o de rollo, o algo así.

Noté cómo mi pecho se hundía de golpe. Era consciente de que llegaría el momento en que Max volviera a estar con alguien, pero pensaba que estaría mejor preparada. No me sentó bien. Quería llorar, quería irme a mi casa. No estaba enfadada con él, claro que no, porque tenía todo el derecho a estar con quien quisiera y, además, yo también había estado con otra persona, pero no pude evitar que me sentara mal.

Cerré los ojos y respiré hondo un par de veces mientras escuchaba a Miriam hablar de una chica llamada Danna, con la que Max parecía tener algo. Recordé lo que me había dicho la psicóloga y empecé a centrarme en controlar mi respiración, hinchando la barriga cada vez que entraba aire. No puedo decir que fuera un remedio milagroso, pero me ayudó a recomponerme un poco.

—¿De verdad? —preguntó Sandra, y él contestó afirmativamente—. Vaya. ¿Juls lo sabe?

Elegí ese momento para poner una sonrisa tranquila y empezar a caminar de nuevo, como si no llevara un buen rato de pie, escuchando. Llegué a la mesa y todos me miraron como si los hubiera pillado haciendo algo malo, aunque no quería que supieran que los había escuchado.

—¿Si sé qué? —pregunté, haciendo como si solo hubiera oído la última parte de la conversación.

Se creó un silencio algo tenso, mientras todos pensaban en qué inventarse, y fue Sandra la que finalmente habló.

—Que Sofía Pina está saliendo con Albert, el amigo de Adri y Pablo —comentó, y sonreí.

No los culpaba por mentirme. Sabía que solo estaban intentando protegerme, y prefería eso a tener unos amigos insensibles que me soltaran cosas fuertes sin más. Además, no sabía que Sofía Pina, mi amiga de la infancia, con la que había intentado recuperar la amistad yendo de fiesta por Fin de Año, estuviera saliendo con un chico del grupo de Adri y los demás. El cotilleo era bueno, y consiguió distraerme un poco de lo que había escuchado minutos atrás.

—¿De verdad? —pregunté, sentándome en mi silla y mirándola con interés—. ¿Desde cuándo?


***


Llegué a casa a una hora bastante decente. Papá estaba haciendo la cena, y me ofrecí a ayudarlo pero estaba haciendo algo sencillo, así que no necesitaba una mano. Me fui a mi habitación y cerré la puerta. Los pensamientos negativos no tardaron en hacer acto de presencia, y casi todos estaban relacionados con el tema de Max estando con alguien. Quise obligarme a calmarme pero no había manera, así que decidí hacerle caso a la psicóloga y sacar mi nueva libreta amarilla del bolso. A ver qué tal iba esa técnica.

Saqué un boli que tenía por ahí y abrí la libreta. Estuve cinco minutos de reloj mirando a la primera hoja en blanco, porque no sabía qué poner. Entonces recordé las palabras de la psicóloga, diciéndome que cualquier cosa, aunque solo fuera mínimamente buena, servía. Empecé a pensar, y decidí apuntar lo primero que se me pasó por la cabeza.

"Esta mañana hacía sol".

Estuve tentada a tacharlo, porque sonaba como una estupidez, pero luego me di cuenta de que el hecho de que la mañana hubiera sido soleada me había puesto contenta, aunque solo hubiera sido un poco. Así que decidí apuntar más cosas.

"He comido macarrones"

"Me he tomado un café con caramelo"

"Claudia me ha preguntado cómo estaba"

"He visto a mis amigos"

"Adri se ha enfadado otra vez mientras jugábamos a cartas, y ha sido gracioso"

"Me he comprado dos libretas"

Cuando quise darme cuenta, la lista ocupaba toda la página. Había, tranquilamente, quince líneas de cosas que, durante ese día, me habían alegrado. Giré la página y seguí escribiendo hasta que ya no se me ocurría nada más. Cerré la libreta, y la dejé a un lado. No, no me sentía fantástica, pero tampoco me sentía mal. Eso realmente estaba funcionando para hacerme ver las cosas de otra manera.

Entonces me fijé en la libreta negra, que también había sacado con la amarilla, pero la había dejado encima de la mesa. No tenía más cosas que decir sobre ese día, pero sentía la necesidad de seguir escribiendo.

De una forma casi instintiva, cogí la libreta negra y la abrí. Presioné suavemente la punta del bolígrafo en la primera página, y empecé a escribir desde donde todo había empezado: una tarde de lluvia, en la biblioteca, estudiando para la Selectividad, y sin saber lo mucho que iba a cambiar mi vida en los siguientes meses.

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