Cuarenta

Las cosas tardaron tan poco en empezar a ponerse feas que fue hasta sorprendente. Debí haberle dado más importancia a la obsesión de Fede con el tema de Max, pero en mi defensa diré que era un pensamiento al que no quería volver. Cada vez me dolía menos pensar en él, es cierto, pero seguía sin hacerme gracia.

Era un sábado, y apenas quedaban unos días para que terminara el año. Estaba en casa de Fede y, aunque me había echado en la cama poco después de comer, cuando me desperté ya estaba empezando a anochecer. Fue una sensación rara, como las que tienes después de una mala siesta, de haber descansado mal. Me sentí un poco desorientada al despertarme y, por cómo me miraba Fede, que estaba sentado en la silla de su escritorio, supe que algo no iba bien.

—¿Cuánto rato llevo durmiendo? —pregunté, arrastrando cada palabra porque aún me costaba hablar con claridad.

Él tardó unos segundos en contestar, y ni siquiera necesitó mirar el reloj.

—Tres horas —respondió con un tono demasiado neutro para tratarse de él.

—Oh, joder, lo siento —dije, incorporándome hasta quedar sentada en la cama.

Fede no contestó, y ahí fue cuando me di cuenta de que, decididamente, algo iba mal. Quería preguntarle qué pasaba, pero seguía adormilada, así que me froté los ojos para darme un poco de serenidad. Estiré mi cuerpo, notando cómo el entumecimiento hacía que me doliera al movimiento, y solté un gemido. Luego miré a Fede.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Sí —musitó de forma cortante, y fruncí el ceño.

Sabía perfectamente que, aunque estuviera diciendo que todo iba bien, su tono me pedía "sigue insistiendo, que me estoy haciendo el duro". De verdad que como vuelva a escuchar a alguien decir que las mujeres somos complicadas, le pego un puñetazo.

—¿Estás seguro? —insistí.

Él suspiró y me miró con una expresión que no supe descifrar, pero no auguraba nada bueno.

—Me dijiste que ya no hablabas con Max —escupió con rabia, notablemente enfadado.

Tuve que reprimir un grito de frustración, porque estaba harta de ese tema, y en vez de eso intenté hacerme la comprensiva una vez más.

—Y no hablo con él —respondí con honestidad, porque era cierto. Llevaba ya más de tres meses sin tener ningún contacto con Max.

—Ah, ¿no? —inquirió, y pude ver que se estaba enfadando aún más.

Levantó mi móvil de la mesa del escritorio, a su lado, y me lo enseñó, por lo que pude fijarme en que estaba desbloqueado. Fruncí el ceño antes de ver que tenía la conversación con Max abierta, y que había un mensaje de hacía media hora, a sus seis de la mañana. El mensaje era escueto, con un simple "¿Cómo estás?, pero hizo que mi pulso se acelerara durante unos segundos en los que incluso olvidé la situación en la que estaba.

Me sentí indignada, iba a decirle que quién diablos se creía que era para hurgar en mi móvil, cuando yo ni siquiera sabía que tenía mi contraseña, pero él se adelantó.

—Y todas las fotos y vídeos que había antes del mensaje, Julia... Ni siquiera se te ha pasado por la cabeza borrarlos, ¿verdad? —cuestionó, con el dolor tiñendo su voz de colores muy desagradables.

Mi cabeza era un desastre entre el enfado, la vergüenza, la indignación... Él no tenía derecho a ver esas fotos y esos vídeos. No eran para él. No solo había invadido mi intimidad, sino también la de Max. Quizás no estaba bien que guardara todo eso, pero era mi decisión. No conseguía hilar bien mis pensamientos para contestar algo coherente, así que me quedé con mi principal preocupación.

—¿Cómo te sabías la contraseña de mi móvil? —pregunté, resistiendo la tentación de hacer las cosas más fáciles y ponerme a pedir perdón cuando ni siquiera tenía que hacerlo.

—Eso no importa, Julia.

Y me enfadé todavía más.

—Sí, Fede, sí que importa —rebatí, furiosa—. Son cosas privadas mías, no tienes ningún derecho a entrar en mi móvil y dedicarte a mirar lo que te dé la gana.

—Claro, ahora resulta que no tengo derecho, porque tienes cosas que no querías que viera —contestó, enfadado, y tuve ganas de gritar—. Yo no tengo nada que esconderte, Julia, así que me da igual si miras mi móvil. Toma, va, hazlo, míralo.

Se sacó el móvil del bolsillo, lo desbloqueó con su huella dactilar y lo tiró a mi lado, en la cama. Yo me llevé dos dedos a las sienes y las masajeé, intentando relajarme.

—No has entendido nada —murmuré—. No quiero ver tu móvil, Fede, quiero que no revises el mío. Llevaba siglos sin abrir ese chat con Max, y todas esas fotos son de antes de que tú y yo estuviéramos juntos. No tenías ningún derecho a verlas.

No era del todo cierto que llevara "siglos" sin abrir ese chat, pero en mi defensa diré que hacía ya mucho que no me paraba a mirar las fotos de nuestra última conversación caliente. Igualmente, estaba furiosa, y lo único que me apetecía era coger mis cosas e irme, porque lo peor era que Fede ni siquiera parecía darse cuenta de que lo que había hecho estaba mal. Seguía entendiendo su inseguridad, pero nada justificaba lo que había hecho.

—Ah, ahora la culpa será mía —rebatió—. Eres tú la que tiene fotos de la polla de otro tío en el móvil, y por si fuera poco, del tío por el que me dejaste en verano.

Cerré los ojos y cogí aire. Ahí estaba el tema otra vez.

—Estoy harta —dije sin ni siquiera pensarlo, y no me arrepentí. Las lágrimas—. Estoy harta de este tema de mierda. No te dejé por Max porque no estábamos juntos, y si estamos juntos es también porque tú quieres. No me merezco que me tires el pasado a la cara constantemente. He hecho cosas mal, sí, pero nadie te obliga a estar conmigo si hay cosas que no te encajan. No tienes derecho a torturarme con este tema.

—¿De verdad te vas a hacer la víctima ahora? —preguntó, incrédulo, y esta vez sí que empecé a llorar.

—Me sabe mal, Fede, porque sé que tú no eres así, pero los celos te están cegando —dije, con serenidad a pesar de que bajaban lágrimas por mis mejillas—. No me hago la víctima, simplemente sé que no me merezco esto.

Me levanté de la cama y empecé a vestirme. Fede me miró como si hubiera enloquecido durante todo el rato. Sabía que estaba volviendo a hacer lo mismo de siempre, huir, pero esta vez era consciente de que estaba haciendo lo correcto.

—No podemos seguir con esto, Julia —sentenció cuando cogí mi mochila.

—No, no podemos —fue lo último que dije, con lágrimas en los ojos, antes de irme.

Salí a la calle sollozando como una tonta. Me quedé en el portal de Fede, escondida, porque no me habría importado llorar por la calle si hubiera sido de noche, pero cuando era de día me sentía mucho más expuesta. Me arrodillé en el suelo y desbloqueé mi móvil para encontrarme con la conversación con Max abierta, cosa que no me ayudó en absoluto a dejar de llorar. La cerré lo más rápido que pude para abrir el chat con mis amigas y escribir un "Reunión de emergencia".

Cinco minutos más tarde ya había conseguido calmarme. Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano y me levanté, dispuesta a ir a casa de Sandra, como ella misma acababa de proponer. Empecé a caminar y, al girar por la primera calle, me encontré con algo que no me esperaba en absoluto.

—Julia —dijo Marta, examinándome con sus enormes ojos marrones, como si no se creyera que fuera yo.

—Ahora no puedo con esto —me excusé con toda la honestidad que tenía, y estaba dispuesta a pasarla de largo cuando volvió a hablar.

—¿Estás bien? —preguntó, y volví a notar las lágrimas picando en mis ojos cuando la miré.

—No —respondí con la voz rota, y ella respiró hondo.

—¿Quieres hablar de ello?

Y así fue como, contra todo pronóstico, terminé sentada en una cafetería con Marta... Y, por una vez, no me sentía enfadada con ella. Por una vez, solo era Marta, mi amiga de la infancia y, aunque ya no confiaba en ella, se lo conté todo, porque no era ningún secreto, y solo necesitaba que me escuchara.

—Así que al final sí tuviste algo con tu amor platónico —comentó, visiblemente divertida pero con precaución. Notaba que no quería pasarse de confiada, y no sabía si agradecérselo o sentirme incómoda.

—No era mi amor platónico. —Solté una carcajada, y ella me miró con una ceja levantada.

—Desde que lo conociste, te ponías como un tomate cada vez que lo veíamos por la calle o en la tienda y te saludaba —me recordó.

—Eso no es... —empecé, pero no tenía sentido negarlo—. Vale, sí, es verdad.

—Y, ¿fuiste feliz mientras estabas con él? —preguntó, y asentí con la cabeza—. Pues deberías quedarte con eso. Puede que no vuelva, pero al menos tienes todos esos recuerdos geniales de todo lo que pasasteis juntos. Eso no es algo que todos puedan decir.

Me la quedé mirando un buen rato. Tenía razón, estábamos de acuerdo, aunque como siempre la teoría era mucho más fácil que la práctica, pero quería hacerle una pregunta. Sabía que no era apropiada, y que probablemente se lo tomaría mal, pero quería hacerla de todos modos. Tampoco es como si fuéramos a ser amigas otra vez, así que no importaba.

—¿Tú fuiste feliz con Dani? —La verdad es que mi pregunta no iba con malas intenciones, de hecho casi que me alegraba de que se hubiera liado con Dani porque el chico era un imbécil, y me había ayudado a librarme de él.

A ver, que tampoco iba a ponerme a darle las gracias, porque ella tampoco había actuado de la mejor manera.

Marta abrió los ojos de golpe y me miró con miedo.

—No lo digo a malas —aclaré, intentando sonar amable.

Ella se quedó callada unos segundos, con la mirada perdida en la ventana que había detrás de mí, y casi me sentí mal por haber roto esa especie de tratado de paz temporal que habíamos formado sin palabras.

—No —respondió—. Era un imbécil.

Solté una carcajada sin ni siquiera tenerlo planeado.

—Sí, es algo de lo que una suele tardar en darse cuenta —admití, y ella sonrió.

—De verdad que lo siento mucho... —empezó, y negué con la cabeza.

—Ya da igual —la interrumpí, y decidí cambiar de tema—. Y, ¿qué es de tu vida?

Procedió a ponerme al día, y me di cuenta de las muchísimas cosas que pueden pasar en la vida de otra persona sin que tú te des cuenta, y en muy poco tiempo. Sus padres se habían divorciado un año atrás, su hermano mayor se había ido a trabajar a Alemania, y su hermana pequeña ya había empezado el bachillerato. Yo recordaba a su hermana como la típica niña adolescente, e imaginármela a pocos años de entrar en la Universidad me parecía una locura pero, después de todo, hacía más de año y medio que no hablaba con ella.

Nos despedimos al poco rato. No hubo ningún momento sentimental, ni un "¿nos volveremos a ver?", solo una despedida con la mano y el recuerdo de esa extraña pero amena conversación, que por lo visto nos hacía falta a ambas.

Mi idea era irme a casa, pero cuando volvió a cogerme la llorera, decidí ceñirme al plan inicial y fui a casa de Sandra, en la que también estaba Andrea, y habían traído un montón de cosas dulces porque, según Andrea, eso lo curaba todo.

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