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Muevo mi cuerpo al ritmo de la melodía, me dejo llevar y pongo el alma en cada paso. Giuseppe se desplaza de un lado a otro con la hiperactividad que lo caracteriza, tratando de que los demás hagan lo mismo. Es cómico verlo, su vestimenta colorida y la boina de lado lo hacen especial. Además de la forma tan peculiar que tiene de enseñar, se mueve rápidamente, corrigiendo el mínimo error y resaltando los puntos que debemos mejorar.
Tenemos una presentación en unas semanas y hemos estado vendiendo las boletas en las calles a un precio módico. La meta es que podamos tener el dinero suficiente para poner la escuela formal y participar en diversos concursos para darnos a conocer. No ha sido fácil, algunas personas que se unieron al equipo, con el pasar de los días, desistieron y nos han abandonado.
Puedo asegurar que Giuseppe es excepcional, con grandes deseos de superación y amor propio. Por eso aún estoy aquí, sé que lo lograremos, solo hay que poner de nuestra parte y seguir nadando contra la corriente.
La música se detiene y mi cuerpo sudoroso también. Unos aplausos me hacen girar la cabeza y me encuentro con Mitch, está sentado en una de las sillas plásticas que se encuentran aquí. Sus ojos azules me recorran el cuerpo, haciendo que me encoja. Bajo un poco mi camiseta, tratando de cubrir mis pantalones engomados adheridos a mis caderas y piernas.
—¿Quién eres tú?
Giuseppe se le acerca, confundido, y lo mira de arriba abajo con recelo. Sus ojos se apartan de mí y le da la mano a mi amigo.
—Hola, soy Mitch. —Este la toma, dudoso—. Soy amigo de Emma.
Sonríe, complacido, y Giuseppe le corresponde el saludo.
—¿Qué haces aquí? —Me acerco a él aún sorprendida, ¿cómo supo de este lugar?
—Vine a verte bailar, te mueves muy bien. —La forma en la que habla me da náuseas.
Giuseppe se me acerca y me habla al oído.
—¿Tienes algo con este tipo? —Niego a su pregunta y asiente, alejándose de nuevo.
—Al fin te veo bailar, Emma, eres tan buena. Sabes cómo moverte...
Suspiro e intento procesar sus palabras con doble connotación, su mirada no deja de observarme con intensidad y muerde sus labios despacio. Desvío la cabeza, no sé qué voy a hacer para quitarme a este hombre de encima. Estoy tan arrepentida de haber accedido a su ayuda.
—¿Cómo supiste de este lugar?
Rueda los ojos, divertido y mira a cada una de las personas que aquí se encuentran. Observa la mesita donde está la radio y los volantes que estamos vendiendo. Se acerca a ellos y toma uno.
—¿Así que a esto te dedicas ahora?
Ignora mi pregunta anterior y Giuseppe se le acerca para luego retirar el papel de sus manos.
—Creo que debes irte, estás interrumpiendo mi clase. —Agradezco en silencio que haya hecho esto.
—Tranquilo, quiero ayudar. —Toma su billetera y saca una cantidad de dinero—. Voy a comprar todas las boletas que tienes ahí. —Los ojos de mi amigo se abren en sorpresa al igual que los míos.
—No, Mitch. —Me le acerco y lo llevo a un lado, alejado de los demás—. No tienes que hacer esto.
—Quiero ayudar, Emma, así no van a tener que seguir buscando más dinero. —Niego varias veces.
—Gracias, pero no es necesario, estamos haciendo las cosas muy bien por nuestra cuenta.
Ruego para que deje de insistir, no quiero tener que deberle otro favor a este hombre.
—No seas egoísta, Emma, piensa en tus compañeros. —Se aleja de mí y se acerca a Giuseppe—. Este es tu día de suerte, bailarín, encontraste al patrocinador que tanto necesitas.
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Mientras tanto, en otro lugar...
Cristina camina de prisa por el pasillo de la empresa de su marido con el corazón agitado, se detiene de repente al ver la posición vacía de su secretaria y una fuerza mayor no le permite mover un músculo.
Tiene miedo, sus ojos se llenan de lágrimas al imaginar las cosas que él está haciendo con ella en su escritorio. Debate en su interior si debe irse o esperar a que alguno de los dos salga para no interrumpir nada. Se sienta en uno de los sillones del lujoso lugar, mira todo como si fuera la primera vez, sin poder creer que todo sea suyo también.
Sonríe, eso es la que la mantiene de pie y aguantando las múltiples infidelidades de su esposo que no le importa disimular. «Vale la pena», piensa con pesar.
Todos a su alrededor creen que su vida es perfecta, con una familia envidiable y que muchos codician. Pero la realidad es tan diferente, porque Edgar solo fue un buen hombre con ella cuando la conoció y trataba de conquistarla, aun sabiendo que estaba casada. Eso no le impidió deslumbrarla con su dinero y logró acostarse con ella a escondidas del que era su marido.
Thiago. No ha dejado de pensar en él desde que la abordó hace unas semanas en ese centro comercial. Algo dentro de ella se movió al verlo otra vez, había olvidado lo apuesto y atrayente que era su exmarido. Tiene que reconocer que se ve mejor que nunca, sus ojos avellanas más claros de lo que recordaba, su cuerpo está más musculoso y formado que antes.
Niega varias veces, horrorizada, no puede creer que sus pensamientos otra vez se vayan en dirección a él. Se recrimina la manera tan descarada que lo observó sin que este se diera cuenta. Reconoce que él y Edgar son personas muy diferentes, Thiago era un hombre romántico que hacía lo que sea para hacerla feliz. «No fue suficiente».
Necesitaba algo más que un hombre amoroso, estaba cansada de la miseria y de vivir en esa horrible casa. Su hija demandaba muchas cosas que él no podía suplir, se esforzaba, pero tenía que hacer algo. Además de sus trastornos, temía que se le saliera de control y acabara herida. De hecho, así fue como sucedió, pensar en eso la hace odiarlo y querer que sufra por lo que le queda de vida. Su hija no merece a un padre así, ella necesita la estabilidad y la seguridad que le ofrece Edgar.
Thiago era un insaciable en la cama, amaba la pasión de cada entrega, cómo le decía te amo a cada segundo. Sus ojos se tornan borrosos al ser consciente de que hace mucho tiempo no sabe lo que es un orgasmo, Edgar no la hace delirar con caricias ni sus besos la llevan al límite como lo hacía él. Esa parte de su vida está muerta hace mucho tiempo, extraña tanto al hombre que juró odiaría por siempre.
Sus pensamientos se ven interrumpidos por la secretaria de su esposo que sale de la oficina, riendo como loca y arreglando su falda. Se paraliza cuando ve a la mujer de su jefe, sonríe burlona y toma su lugar, ignorando su presencia.
Cristina resopla y entra a la oficina de su marido, molesta por el descaro y desvergüenza de esa mujer, pero sin poder quejarse porque ese poder se lo ha dado él.
Los ojos miel de Edgar observan a su esposa y suspira con cansancio.
—¿Qué haces aquí?
Ella lo mira de arriba abajo, notando cómo tiene la camisa descompuesta y el cinturón de su pantalón suelto.
—Por lo menos disimula, Edgar, eres un cínico, merezco respeto. —Su voz sale entrecortada.
—No tengo por qué aparentar nada, lo tomas o lo dejas. Eso sí, te quedas en la calle con la mocosa esa. —Su corazón se acelera al escuchar las amenazas que se han vuelto más frecuentes.
—No digas tonterías. —Toma asiento y se encoge de asco al pensar que quizás se hayan acostado sobre ese sillón—. Sabes que Corina te ama, eres su padre. —Edgar ríe burlón, se acerca a ella y le toma el rostro para que lo mire directo a los ojos.
—Cometí un error grande al casarme contigo y asumir a esa chiquilla tan parecida al loco de su padre. No soporto verla, Cristina; de hecho, no sé qué hago contigo aún. —Las lágrimas salen de sus ojos verdes y él la suelta con fastidio.
—No digas eso, por favor, sabes que puedes contar conmigo —ruega, presa del miedo, no quiere quedarse en la calle, no puede perder el estatus que tanto sacrificio le ha costado.
—Que sea la última vez que me digas estas cosas, puedo hacer con mi vida lo que sea. —Asiente y agacha la cabeza. Es increíble todo lo que aguanta por dinero.
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