Parte 1
Debe de ser un asco ser un superbellezón.
No, lo digo enserio. Pensadlo.
Rin habría vivido una infancia feliz. Sus padres eran los reyes de una ciudad griega. Tenía dos hermanas mayores, así que no la presionaban para que sacara buenas notas en el colegio ni para que se casara con uno o con otro. Podría haberse relajado, disfrutado de ser la princesa pequeña y vivir como le diera la gana.
Por desgracia, era muy guapa.
Y no hablo de una belleza normal, nivel humano. Sus hermanas eran guapas normales. Si Rin hubiera sido atractiva como ellas, o incluso un poquito más, no habría pasado nada.
Sin embargo, en cuanto llegó a la adolescencia, pasó de ser «¡Ay que niña más mona!» a «¡Dioses míos! ¡Está buenísima de la muerte!».
No podía abrir la ventana de su cuarto sin que un centenar de tíos se agolparan en la calle para vitorearla y aplaudirla y tirarle flores (que le hacían un daño horroroso cuando le daban en la cara). Cada vez que salía a pasear por la ciudad, tenía que llevarse a cuatro guardaespaldas para poder mantener a raya a sus admiradores.
Pero no era creída. Ni se consideraba mejor que nadie. No quería llamar la atención. De hecho, deseaba ser una chica normal, de aspecto normal, pero tampoco es que pudiera quejarse a nadie de sus problemas.
—¡Ay, pobrecita! —le dirían sus amigas, verdes de envidia—. ¡Eres demasiado guapa! Eso debe de ser tan terrible...
Cuanto mayor se hacía, más le costaba conservar a sus amistades. En el colegio, todo el mundo empezó a tratarla con crueldad. La dejaban de lado y chismorreaban sobre ella; vamos, lo que la gente hace cuando se siente amenazada. Aunque imagino que si habéis ido al colegio, al que sea, donde sea, eso ya lo sabéis.
Y las peores eran sus dos hermanas mayores, que fingían ser buenas, pero luego, a sus espaldas, la ponían verde y animaban a todo el mundo a portarse igual de mal con ella.
«Ya, bueno —estaréis pensando—, pero al ser tan superguapísima por lo menos podría echarse el novio que quisiera, ¿no?»
Pues no.
Rin era tan hermosa, tan increíblemente impresionante, que ningún chico se atrevía a pedirle una cita. La admiraban, le tiraban flores, suspiraban y la miraban embobados, y la dibujaban durante la hora de estudio, pero les gustaba como a uno le gusta su canción favorita o una película de ciencia ficción o las mejores imágenes de DevianArt. Rin estaba por encima de la realidad: era perfecta porque era inalcanzable, inalcanzable porque era perfecta.
Sus padres esperaban recibir una larga lista de propuestas de matrimonio. Pero aún no les había llegado ninguna. Sus hermanas, que eran guapas normales, sin más, en plan belleza mortal, se casaron con hombres ricos, reyes de otras ciudades, pero Rin se quedó en el palacio de sus padres, sola, sin amigos ni novio ni nada.
Eso la deprimió mucho, pero no por ello las multitudes dejaron de adorarla.
Cuando cumplió diecisiete años, el pueblo erigió una estatua de Rin de tamaño natural en la plaza pública. Y empezó a circular la leyenda de que no era ni siquiera humana, sino una diosa que había bajado del monte Olimpo, una segunda Lily, una Lily todavía mejor que Lily. La gente de los reinos vecinos acudía de visita, con la esperanza de verla. La ciudad se hizo rica gracias al turismo dedicado a Rin. Hicieron camisetas, se ofrecían visitas guiadas, ¡incluso vendían una línea completa de productos cosméticos que te prometían un aspecto como el suyo!
Sin embargo, Rin intentaba no alimentar nada de eso. Era una joven devota e inteligente (cualidades que, siendo tan guapa, nadie parecía advertir). Siempre rezaba sus oraciones y dejaba ofrendas en los templos, porque no quería enfadar a los dioses.
—¡No soy una diosa! —insistía a la gente—. ¡Dejad de decir esas cosas!
—Sí —murmuraban tan pronto como se marchaba—, ¡anda que no es una diosa!
La popularidad de Rin se hizo viral. Al cabo de poco tiempo, auténticas muchedumbres de todo el Mediterráneo comenzaron a peregrinar para verla a ella, en lugar de ir a los templos de Lily.
Y ya os imagináis cómo le sentó eso a Lily...
Un buen día, la diosa bajó la vista desde su spa particular en el monte Olimpo, esperando ver multitudes de fans adorándola en su templo más importante, en la isla sagrada de Citera, pero, en cambio, se encontró con que el lugar estaba desierto. El suelo estaba cubierto de polvo, el altar, vacío. Incluso los sacerdotes se habían ido. Un cartel en la puerta anunciaba «ESTAMOS ADORANDO A RIN. VOLVEREMOS MÁS TARDE.»
—¿Qué está pasando aquí?
Lily se incorporó tan de golpe que estuvo a punto de estropearse la manicura.
—¿Dónde está todo el mundo? ¿Por qué no hay nadie adorándome? ¿Quién es Rin?
Sus criados no querían decírselo porque ya habían visto a la diosa enfadada en otras ocasiones, pero aún así no tardó mucho en averiguarlo. Unos minutos observando el mundo mortal, un par de búsquedas en Twitter y ya lo sabía todo acerca de la advenediza de Rin.
—¡Ay, Kiyoteru, no! —gruñó—. Soy la diosa más importante y más hermosa del universo, ¿y me está eclipsando una muchacha mortal? ¡Len, ven aquí!
Cuentan algunas leyendas que Len era incluso más viejo que Lily. Y otras afirman que eran madre e hijo. Yo no sé qué versión será la auténtica, pero en esta historia Lily sin duda lo trata como si fuera su hijo. Y a lo mejor lo era, o puede que Lily creyera que lo era y a Len le daba demasiado miedo sacarla de su error. En cualquier caso, el tío era el dios del amor, una especie de versión masculina de Lily. Y se lo conoce más por su nombre romano: Cupido.
¿Significa eso que era un angelito regordete con alas diminutas, un arco chiquitito y unas flechitas monísimas? Pues más bien no.
Len era endiabladamente guapo. Todas las chicas querían tener su foto de salvapantallas. ¿Queréis detalles? Lo siento, no los tengo. Al igual que pasaba con Lily, Len venía a tener el aspecto que uno quisiera. Así que, chicas, imaginaos a vuestro hombre perfecto... y ése era el aspecto de Len.
El dios de la atracción entró con mucha calma en la cámara de audiencia de su madre con unos vaqueros ajustados y una camiseta rota, como dictaba la moda, el pelo estudiadamente despeinado y un brillo travieso en la mirada, mientras sonaba de fondo su canción: I am too sexy. (Esto me lo acabo de inventar, porque en realidad yo no estaba allí.)
—¿Qué pasa? —preguntó.
—¡¿Que qué pasa?! —chilló Lily—. ¿Has oído hablar de la niña esa, de Rin? ¿Prestas atención siquiera a lo que ocurre en el mundo mortal?
—Eh...
Len se frotó su elegante barbilla.
—¿Rin? No, no me suena...
Lily le explicó que la chica le estaba robando a todos sus seguidores y sus ofrendas, además de los titulares de las revistas del corazón.
Len se agitó nerviosamente. No le gustaba nada que Lily se enfadara, porque tendía a destruir cosas con bonitas explosiones de color rosa.
—¿Y yo qué quieres que haga?
Lily lo fulminó con la mirada.
—¿Que qué quiero que hagas? ¡Tu trabajo! Tus flechas hacen que los mortales se enamoren, ¿no? Pues busca a esa chica y dale una buena lección. Que se enamore del hombre más asqueroso y horroroso del mundo. Un mendigo apestoso, por ejemplo, o un asesino violento. Eso ya me da igual. ¡Sorpréndeme! ¡Sé un buen hijo! ¡Haz que lamente su belleza!
Desde luego, Rin ya lamentaba su belleza, pero eso Lily no lo sabía. Su cerebro inmortal no era capaz de procesar esa idea.
Len aleteó sus emplumadas alas blancas. (Ah, sí. Tenía unas alas enormes, ¿no os lo he dicho?)
—Vale, ya voy... esto... mamá. No te preocupes.
Len salió volando del spa de Lily y descendió al mundo mortal, con muchas ganas de cumplir su misión. Sentía curiosidad por encontrar a esa chica y ver a qué venía tanto alboroto. Le encantaba formar las parejas más extravagantes. A lo mejor hacía que se enamorase de un vendedor de carros de segunda mano, o de un tipo con una enfermedad infecciosa en la piel. Eso sería tronchante.
«Ya te digo —Len se rió para sus adentros—. ¡Rin deseará no haberme conocido!»
Y resultó que tenía razón, pero no en el sentido en el que él se imaginaba...
Mientras tanto, allí abajo, en el palacio, Rin odiaba su vida.
Sus hermanas se habían casado y se habían ido. No tenía amigos. Estaba sola. Tenía a sus padres, a unos cuantos guardaespaldas, y ya está. Se pasaba casi todo el día en la cama, con las cortinas echadas y tapada con las mantas hasta la cabeza, llorando y con el corazón roto.
Sus padres, cómo no, estaban preocupados. Y además habían confiado en casarla bien, porque con el matrimonio llegaban muchas alegrías, como las alianzas militares o la buena reputación en la prensa. No entendían que una hija tan famosa y tan bella, la siguiente Lily, pudiera estar tan deprimida.
El rey fue a verla.
—Cariño, ¿qué te pasa? ¿Qué puedo hacer yo?
Rin sorbió por la nariz.
—Déjame morir.
—Bueno, yo pensaba más bien en traerte una taza de chocolate caliente. ¿O qué tal un osito de peluche?
—¡Papá, tengo diecisiete años!
—Escucha, ¿y si voy a Delfos a consultar al Oráculo? ¡El dios Yūma sabrá darnos algún consejo!
¿He dicho ya que lo de ir a Delfos no suele ser muy buena idea?
Sin embargo, el rey fue de todas formas y le preguntó al Oráculo cómo podía conseguirle a su hija un buen marido.
La señora del Oráculo inhaló algo de vapor volcánico y habló con una voz grave masculina: la de Yūma.
—¡Abandona toda esperanza, rey! —rugió, lo cual no es precisamente la introducción que uno quisiera oír—. Tu hija no se casará con ningún mortal. Está destinada a contraer matrimonio con un monstruo: ¡una bestia fiera y salvaje a la que incluso los dioses temen! Vístela para la boda como la vestirías para su funeral. Llévatela a la roca más alta de tu reino. ¡Allí se cumplirá su maldición!
«¡Maldición! ¡Ción! ¡Ción!», el eco resonó por toda la caverna.
El Oráculo recuperó su voz.
—Gracias por tu ofrenda. Que pases un buen día.
Cuando el rey volvió a casa, fue a ver a su hija.
—Cariño... tengo una noticia buena y otra mala. La buena es que vas a conseguir marido.
Cuando Rin se enteró de la profecía, se quedó muy quieta y callada. Esa reacción provocó en sus padres más miedo que llantos. Significaba que aceptaba su destino. Había pedido morir, ¿no? Pues, por lo visto, los dioses le habían concedido su deseo. Iba a casarse con un monstruo, y Rin daba por sentado que lo de «casarse» era un eufemismo para «ser despedazada y devorada como parte del desayuno equilibrado del monstruo».
Sus padres lloraban, y Rin les cogió las manos.
—No lloréis por mí. Esto es lo que pasa cuando los mortales desafían a los dioses. Tendría que haber acabado antes con esa tontería de la «siguiente Lily». Sabía que iba a traerme problemas. Yo no soy ninguna diosa. ¡Soy sólo una chica! Si mi muerte arregla la situación y salva a la ciudad de la ira de los dioses, a mí me parece bien. Será la única cosa buena que habré hecho con mi vida.
Sus padres se sentían fatal, pero habían recibido órdenes directas del dios Yūma y uno no puede desobedecerlo, a menos que quiera ser vaporizado por una lluvia de flechas feroces y mortales.
Cuando se propagó la noticia, toda la ciudad adoptó un estado de duelo. Su bella y divina princesa, la nueva diosa del amor, iba a ser ofrecida en sacrificio a un monstruo en la roca más alta del reino. Eso no beneficiaría en nada a la industria local de cosméticos Rin.
Sus padres la vistieron con una túnica funeraria de seda negra. Le cubrieron el rostro con un velo negro de novia y le pusieron en las manos un ramo de flores también negras. La llevaron hasta el límite del reino, justo donde una roca de ciento cincuenta metros de altura se elevaba hacia el cielo. Hacia siglos, habían tallado en su contorno unos escalones delgados para poder utilizarla como torre de vigilancia. Rin subió solo por esos escalones hasta llegar a la cima.
«En fin, se acabó —pensó, mirando el suelo rocoso que se extendía a sus pies—. Espero volver a nacer con una cara normalita. O fea, directamente. Me encantaría ser fea, para variar.»
No tenía miedo, lo cual la sorprendió un poco. De hecho, por primera vez en años, se sentía en paz. Esperó un momento para ver si salía de repente algún monstruo para comérsela de un mordisco. Y al ver que no pasaba nada, decidió tomar la iniciativa.
Y saltó.
Por lo que pudieron vislumbrar sus padres desde detrás de la roca, Rin se había despeñado y había muerto. No encontraron su cuerpo, pero eso tampoco significaba nada. Ese día hacía viento, y estaban demasiado alterados como para organizar una búsqueda a gran escala. Además, si Rin no había muerto, sería porque el monstruo de la profecía se la habría llevado, lo cual era todavía peor. El rey y la reina regresaron a casa destrozados, convencidos de que jamás volverían a ver a su querida hija, ni a su atractivo turístico favorito.
Fin.
En realidad, no.
A la larga, Rin habría sufrido menos de haberse matado, pero lo cierto es que no se mató. Cuando se precipitó desde la roca, los vientos se arremolinaron en torno a ella, y a unos doce metros del suelo ralentizaron su caída y la elevaron.
—Hola —dijo una voz que salía de la nada—. Soy Kaito, el dios del viento del oeste. ¿Cómo estamos?
—Pues... ¿aterrada? —contestó Rin.
—Genial. Esta mañana realizaremos un vuelo corto, en dirección al palacio de mi señor. Parece que disfrutaremos de buen tiempo. Tal vez suframos unas ligeras turbulencias durante nuestro ascenso inicial.
—¿El palacio de tu señor?
—Por favor, permanezcan con el cinturón de seguridad abrochado y no rompan los detectores de humo de los servicios.
—¿En qué idioma hablas? —preguntó Rin—. ¿Qué me estás diciend...? ¡Aaah!
El viento del oeste se la llevó a mil kilómetros por hora, dejando atrás el estómago de Rin y una estela de pétalos negros.
Aterrizaron en un valle cubierto de hierba y flores silvestres. Las mariposas aleteaban al sol. Y a lo lejos se elevaba el palacio más bonito que Rin había visto en su vida.
—Gracias por volar con nosotros —dijo Kaito—. Sabemos que disponen de múltiples opciones para elegir un viento direccional y agradecemos que nos hayan escogido. Y ahora más vale que te pongas en marcha. Te estará esperando.
—¿Quién?
Pero el viento se había calmado. Rin tuvo la sensación que el dios del viento se había ido.
Se acercó nerviosamente a la enorme villa blanca. La propiedad estaba rodeada de jardines y árboles frutales. Un arroyo cristalino serpenteaba entre parterres de flores, y había umbrosas pérgolas cargadas de madreselva.
Rin entró por la puerta principal en un salón que tenía el techo cubierto de paneles de cedro y marfil, las paredes adornadas con motivos geométricos de plata y un suelo de mosaico hecho con piedras preciosas. Había unos sillones blancos muy cómodos delante de una mesita llena de cuencos de frutas deliciosas, pan recién hecho y jarras de limonada helada.
Y eso era sólo la primera sala.
Rin, maravillada, recorrió el palacio. Encontró atrios con jardines de rosas y fuentes relucientes, dormitorios con las sábanas más elegantes y las almohadas más mullidas, bibliotecas llenas de pergaminos, una piscina interior con un tobogán acuático, una cocina propia de un sibarita, una bolera, una sala de proyecciones con unas butacas reclinables de lo más cómodas y una máquina de palomitas. Allí había de todo. Comparado con ese lugar, el palacio real de su familia parecía un barracón escolar horrible.
Abrió un armario cualquiera y encontró lingotes de oro relucientes. Abrió otro y estaba lleno de táperes ordenados y etiquetados: «DIAMANTES», «ESMERALDAS», «RUBÍES», «PAJARITAS», «SOMBREROS DE FEZ» y «ZAFIROS». Eran tales las riquezas, que el contenido de cualquier armario de las escobas bastaría para comprar una isla privada y un ejército para defenderla.
—Pero ¿quién vive aquí? —se preguntó Rin en voz alta—. ¿Quién es el dueño de todo eso?
—Tú, mi señora —dijo una voz de mujer a su lado.
Rin pegó un brinco y tiró un jarrón grande que se hizo añicos y esparció diamantes por todo el suelo.
—¿Quién está ahí?
—Siento haberte asustado, mi señora —dijo la mujer invisible—. Soy una de tus sirvientes. Sólo he hablado porque has hecho una pregunta. Éste es tu palacio. Todo lo que hay aquí te pertenece.
—Pero... pero...
—No te preocupes por el jarrón, mi señora —dijo la sirvienta.
Una ráfaga de viento se llevó volando los diamantes y los fragmentos del jarrón.
—Te traeremos cualquier cosa que necesites. Te he preparado un baño caliente. Luego, si tienes hambre, tu buffet privado está abierto todo el día. Si quieres música, no tienes más que pedirla. Los músicos invisibles se saben todas tus canciones favoritas. Cuando anochezca te enseñaré tu dormitorio y llegará tu esposo.
A Rin se le hizo un nudo en la garganta del tamaño de un melón.
—¿Mi esposo?
—Sí, mi señora.
—¿Quién es mi esposo?
—El señor de esta casa.
—Pero ¿quién es el señor de esta casa?
—Tu esposo, por supuesto.
Rin respiró temblorosa.
—Podríamos seguir en este bucle durante toda la vida, ¿verdad?
—Si lo deseas, mi señora. Estoy aquí para servirte.
Rin decidió que un baño caliente le sentaría bien, porque necesitaba calmarse.
Después de pasar un rato en la bañera (con una docena de aceites perfumados para elegir, acompañado de velas flotantes, un jacuzzi de mil chorros y música relajante), unas criadas invisibles le llevaron la ropa más hermosa y más cómoda que se había puesto jamás.
Se tomó la mejor cena de su vida mientras unos músicos invisibles tocaban la lista de sus diez canciones favoritas y el sol se ponía sobre los manzanos en flor del huerto.
El nudo en su estómago se apretó todavía más.
Su esposo llegaría después del anochecer.
El Oráculo se lo había advertido a sus padres: estaba condenada a casarse con un monstruo, una bestia salvaje a la que temían incluso los mismísimos dioses. Pero ¿cómo podía vivir un monstruo en un palacio como aquél? Si quería matarla, ¿por qué no estaba ya muerta?
(Por cierto, que todo esto empiece a parecerse mucho a La bella y la bestia —con el monstruo misterioso que vive en un palacio guay con criados mágicos— no es ninguna casualidad. Y es que La bella y la bestia está basada en la historia de Rin. Ahora bien, no esperéis que aparezcan teteras cantando, porque de eso no va a haber.)
Por fin llegó la noche. Rin podría haberse negado a ir al dormitorio. Podría haber intentado huir, pero pensó que de ese modo sólo conseguiría aplazar su destino. Después de pasarse horas y horas sumida en un mar de pensamientos y preocupaciones, fue casi un alivio que anocheciera. Además, tenía que reconocer que sentía un poquito de curiosidad. Nunca había tenido novio, y mucho menos esposo. ¿Y si...? ¿Y si no era tan malo?
Las sirvientes invisibles condujeron a Rin a su habitación y le dieron un pijama calentito de Mi Pequeño Pegaso, de esos que llevan patucos incorporados. Se metió en la cama, que era enorme y tan mullida que parecía que estuviera flotando en el aire. (Sabía qué se sentía al flotar en el aire por el viaje con Kaito.)
Una brisa se arremolinó en la habitación, y apagó las lámparas y las velas. En una oscuridad total, Rin oyó que se abría la puerta. En el suelo de mármol sonaron los pasos de unos pies descalzos y algo muy pesado se hundió en el borde del colchón.
—Hola —dijo una voz masculina.
No parecía una voz monstruosa. Sino más bien la de un locutor de radio. Sonaba amable, y algo divertido, como si comprendiera lo ridículo que era aquel el primer encuentro.
—Siento todo este montaje —dijo—. Era la única manera de quedar contigo sin que... lo supieran ciertas personas.
A Rin le resultaba difícil hablar con el corazón alojado en la tráquea.
—¿Quién... quién eres?
El hombre soltó una risa.
—Me temo que no puedo decirte mi nombre. No debería estar aquí. Y desde luego no debería casarme contigo. De modo que si pudieras llamarme sencillamente «esposo» sería genial... Si es que te parece bien casarte conmigo.
—¿Acaso tengo otra opción?
—Mira... estoy enamorado de ti. Ya sé que es una locura, puesto que acabamos de conocernos, pero hace mucho tiempo que te observo. Bueno, no en plan acosador ni nada. —El hombre suspiró—. Perdona. Creo que estoy liándome un poco.
Los sentimientos de Rin estaba hechos una auténtica maraña. Ella estaba acostumbrada a que la gente la mirase, había tenido que soportarlo toda la vida.
—¿Crees que estás enamorado de mí porque soy hermosa?
—No. Bueno, sí. Claro que eres hermosa. Pero te quiero por cómo lo has llevado. Nunca has dejado que se te subiera a la cabeza. Has intentado decir que no. Mantuviste tu fe en los dioses. Y admiro cómo has soportado tu tristeza y tu soledad.
Rin no quería llorar, pero le picaban los ojos. Nadie le había dicho nunca cosas tan bonitas. Era un alivio estar en la oscuridad absoluta, donde las apariencias no importaban.
El desconocido le tocó los dedos, y a Rin le sorprendió notar que su mano era cálida, fuerte y muy humana.
—Ni siquiera puedo dejar que me veas. —Parecía triste—. Si supieras quién soy, sería el fin de nuestro matrimonio. Sufrirías terriblemente. Lo estropearía todo.
—¿Por qué?
—Lo... lo siento. Tendrás que confiar en mí, si puedes. Pero te prometo una cosa: seré un buen marido. Si necesitas algo, no tienes más que pedirlo. Pero las reglas básicas no son negociables: sólo podemos encontrarnos aquí, por la noche, en la oscuridad total. Por la mañana me habré ido antes que amanezca. No puedes saber mi nombre verdadero. No puedes verme. Ni siquiera lo intentes.
Rin le cogió la mano y notó que se le aceleraba el pulso.
—¿Y si te veo sin querer? ¿Y si hay luna llena o algo...?
—Por eso no te preocupes —dijo él—. La oscuridad es una precaución extra, porque también soy invisible. En teoría, sólo tendrías ocasión de verme cuando duermo. Cuando estoy dormido no puedo hacerme invisible a voluntad. Pero mientras no comentas alguna tontería, como levantarte en plena noche, encender una vela y mirarme intencionadamente, todo irá bien. Rin, te hablo muy en serio. Sería fatal que me vieras. Nos destruiría.
«Nos.» Lo dijo como si fuera algo real. Como si ya fueran una pareja.
—No quiero que te sientas obligada a nada. Podemos charlar y ya está. Ya sé que esto es un poco incómodo.
—Bésame —dijo Rin, con mariposas en el estómago.
Él vaciló.
—¿Estás segura?
—Tienes labios, ¿no? No eres, yo qué sé, un pájaro monstruoso o un zombi o algo así, ¿verdad?
Él se rió entre dientes.
—No. Tengo labios.
Entonces la besó, y Rin se derritió por dentro de su pijama de Mi Pequeño Pegaso.
Cuando al final él se apartó, Rin tuvo que hacer un esfuerzo por recordar cómo se habla.
—Eso ha sido... uf. Ha sido... ¡vaya!
—Sí —convino él—. Entonces...
—Bésame otra vez, esposo.
Casi notó que él sonreía
—Tú mandas —contestó él.
¡Hola! Bienvenidos/as a esta historia que mezcla mitología griega con Vocaloid.
No está de más repetir que este fanfic es una adaptación y que por ello, a la hora de pasar la historia a Wattpad, voy a tener que hacer algunos cambios. Así que si veis que me he colado en algún lado o que algo no concuerda, no dudéis en avisarme y yo con gusto corregiré el fallo o explicaré la duda.
Con esto dicho, gracias por haberle dado una oportunidad al fanfic y espero disfrutéis leyendo <3.
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