XXXV

Siento un cuerpo pegarse al mío y engancharse de mi brazo en cuanto el viento de la calle nos golpea de frente, y el duende que aporrea desde dentro las paredes de mi pecho no me deja pensar si es por el frío o porque es incapaz de caminar en línea recta. Al final decido que ninguno de los dos motivos tiene menos peso que el otro. No le resulta muy difícil apoyar la cabeza en mi hombro, así que pasa de esa forma la mayor parte del trayecto.

– ¿Verdad que tienes sueño? –me pregunta después de bostezar, como si fuera algo tan obvio que ni siquiera requiriese respuesta.

– ¿Por qué debería tenerlo? –contesto sin mirarla, pendiente de las calles que atravesamos.

– No sé. ¿Por qué debería tenerlo yo? –dice despacio como si su pregunta sobrepasara mi sentido común.

– Porque estoy segura de que no has pegado ojo en toda la noche –respondo tras un silencio en el que me aseguro de que vamos por buen camino.

– ¿Y quién es capaz de dormir en un hospital?

La lengua le traiciona al pronunciar ciertos sonidos y, una vez he divisado el portal de su casa a unos metros, la miro con una media sonrisa.

– No te creas, he dormido en muchos sitios extraños –prosigue–; en el cuarto de baño de un restaurante, en un colegio, en el bosque...

Ha sacado las llaves del bolso y está aireándolas de un lado a otro al gesticular mientras habla. Yo intento cazarlas en cada uno de sus gestos y, al tercer intento, lo consigo. En el maletero del coche de unos viejos amigos, en el suelo de una casa en obras. Pruebo una de las tres llaves en la cerradura pero no coincide y lo intento con la siguiente. Dentro de una tienda, en la hamaca del jardín de un vecino al que no conocía. Acierto y tiro de ella para entrar. Y déjame decirte que, de no ser por ese perro que se puso a ladrar como loco, habría ganado la apuesta. Cuando las puertas del ascensor se abren en la quinta planta, Blanca sigue enumerando lugares extraños y no sé en qué punto de su monólogo ha empezado a inventárselos. Se suelta de mi brazo cuando abro la puerta de su propia casa y enciende la luz de la entrada.

– Incluso en una cama –concluye con una sonrisa victoriosa girando sobre sus talones para quedar frente a mí, y la sonrisa se le desvanece despacio para dar lugar a una expresión confundida–. ¿De qué estábamos hablando?

La miro en silencio debatiendo internamente si reírme.

– Me estabas diciendo que te ibas a dormir.

– Ah, te decía –recuerda ignorando mi fallido intento de comentario elocuente– que he dormido en sitios muy raros, pero nunca he conseguido dormir en un hospital. ¿Qué haces? –pregunta cuando extiendo el brazo tendiéndole las llaves–. ¿Te vas?

Era mi intención, pero la miro dubitativa. Ella alarga la mano y, cuando espero que coja las llaves, agarra mi muñeca en su lugar y tira suavemente de mí hacia el interior de la casa. No entiendo cómo no se le traban los pies en el proceso, pero consigue cerrar la puerta, colgar las llaves en el colgador de la pared al segundo intento y apoyarse en la puerta. Sin embargo, cuando parece que va a decir algo, junta los labios de nuevo, adopta una expresión neutra y desliza lentamente la espalda por la madera hasta quedar sentada en el suelo con los ojos cerrados.

Suspiro negando con la cabeza y no puedo ocultar un amago de sonrisa al ver ese desastre hecho una bola en el suelo, la cabeza inclinada hacia un lado, el pelo tapándole la cara.

– Blanca –la llamo mirándola desde arriba con los brazos en jarra, con el tono que se emplea para lograr que un niño quiera hacer algo, aunque sé perfectamente que no va a servir de nada–. Si me desbloqueas la puerta podré irme y dejarte dormir.

Blanca no mueve un músculo. Espero unos segundos más pero desisto y me siento a su lado con las piernas encogidas, cruzando los brazos sobre las rodillas y mirando a mi alrededor sin saber qué hacer. Largos minutos después me dispongo a intentar despertarla cuando ella misma por fin se mueve y respira hondo.

– ¿Tú no te ibas? –murmura.

Al no obtener respuesta gira despacio la cara hacia mí y me mira con ojos adormilados.

– ¿Entonces te quedas?

– Como tú quieras.

Ella me sonríe adoptando el aire de una niña que ha madurado antes de tiempo y apoya la cabeza en mi hombro.

– No es que tenga miedo, ¿sabes? Es sólo que la compañía siempre viene bien...

Siento ganas de abrazarla muy fuerte y llenarla de besos, pero ella endereza la cabeza y me mira para dedicarme otra sonrisa, con los ojos brillantes como si su vida hubiera sido también brillante siempre, y los párpados cansados.

– Eres un ángel, Julia. No sé por qué eres tan buena conmigo, y calla, no me digas que no haces nada –dice adelantándose a mi réplica–, porque sí haces, y eso es algo que nunca entenderé.

– Porque eres maravillosa –contesto en un arranque de sinceridad, pero ella parece ignorarme.

– Eres demasiado buena conmigo, buenísima, y yo no puedo serlo contigo –continúa, apoyándose en mí de nuevo.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque es la verdad. Me dijiste que denunciara a Mario, y yo te dije que lo había hecho, pero te mentí.

Las palabras abandonan su garganta sin un ápice de emoción, como si estuviera leyendo la frase en el aire, y yo siento que una gran losa me aplasta.

– ¿No lo hiciste?

Ella niega con la cabeza.

– No pude porque soy una cobarde.

Guardo silencio unos segundos.

– ¿Por qué me mentiste?

Blanca se encoge de hombros pesadamente.

– Supongo que también porque soy una cobarde.

– Blanca...

– Pero no quería que tú supieras que lo soy –me interrumpe–. Y también para que te quedaras tranquila, y pudieras seguir con tu vida, y salieras por ahí, y fueras feliz, yo qué sé...

Noto que apenas vocaliza al final de la frase y temo que esté quedándose dormida otra vez, así que coloco una mano en su brazo y lo agito suavemente.

– No te duermas, Blanca –le pido, y ella se endereza con el propósito de ponerse de pie.

Me levanto para ayudarla y ella se agarra de mi brazo hasta que lo consigue. Camina hasta el sofá mientras la sigo de cerca y se deja caer sentada.

– Demasiado buena, buenísima, tanto que te odio a veces –murmura con los ojos cerrados.

– ¿Me odias? –repito, aunque sin darle demasiada importancia porque lo achaco al desvarío de la ebriedad–. ¿Por qué?

– Por algunas cosas –contesta, y su respuesta reaviva mi curiosidad, pero no me da tiempo a preguntar nada–. Eres un ángel. Tengo sueño...

– ¿Quieres ir a dormir? –pregunto esperanzada.

Ella asiente con la cabeza reposándola en el azulado respaldo del sofá como si le pesara, y me dispongo a ayudarla a levantarse, pero advierto que ha decidido que ya está en su cama. La observo de brazos cruzados y la dejo sola para dirigirme a su habitación. A tientas en la oscuridad abro su cama retirando el edredón lo justo para que quepa su cuerpo y vuelvo al sofá para encontrarla plácidamente dormida. Me acerco y tiro suave de su brazo susurrándole que se levante, pero sólo emite un vago gruñido.

Tras sopesar la situación, darle algunas vueltas y después unas cuantas más, me decido y me inclino sobre ella para introducir el brazo por el hueco entre su espalda y el sofá. Tiro de ella animándola a ayudarme a levantarla pero, viendo que no pone mucho de su parte, me atrevo a cogerla por debajo de las rodillas dobladas y, aun sin tener claro si puedo levantar su peso, la alzo en volandas entre mis brazos, comprobando que pesa menos de lo que esperaba. Al notarse en el aire rodea mi cuello con los brazos y puedo entrever sus pupilas mirándome a través de la rendija de sus ojos mientras empiezo a caminar. Sonríe y me contagio de su sonrisa cuya causa no entiendo.

– Qué afortunada es Sara –murmura sin terminar de abrir los ojos del todo.

– ¿Sara? ¿Por qué? –pregunto confundida atravesando el pasillo.

– Porque sí.

– No estoy con Sara –aclaro comprendiendo el malentendido.

– ¿Ah, no?

Niego con la cabeza cuando llegamos a su habitación y ella me aparta el pelo de la cara con un dedo.

– Pues se pierde a una chica fantástica  –contesta para hacer una pausa.

Un agradable cosquilleo me acaricia la nuca y sonrío. Dejo a Blanca con cuidado en la cama y enciendo la lamparita que tiene al lado, para encontrarme con que sigue sin apartar la mirada de mí.

– Bendita juventud –sigue desvariando–. Sois tan guapas, tan llenas de vida... Eres tan guapa...

Le quito los zapatos despacio repitiéndome una y otra vez que está borracha, que no debo ser tan ingenua de tomarme sus palabras en serio. Observo que la falda se le ha subido y la agarro de las costuras del final para colocársela. El roce de mis dedos con sus piernas me acelera el pulso.

– Y en cambio yo, que ya estoy vieja...

Parece el inicio de una enumeración, pero mi parte lógica me obliga a discutírselo.

– Qué tontería, si sólo tienes cuarenta años.

Tempus fugit, Julia, ¿no te acuerdas? –dice haciéndome recordar al instante las clases de literatura del instituto–. Escucha siempre a los viejos poetas.

Está tumbada de forma extraña, como una muñeca a la que han dejado caer descuidadamente en una cama, y le coloco los pies debajo del edredón.

– Los viejos poetas te tendrían como su musa –le digo al ver su rostro apenado y con la mirada perdida.

Ella eleva los ojos hasta mí calibrando mis palabras y después los dirige de nuevo a la nada.

– ¿Quién va a desearme a mí? –murmura.

No suena con la entonación de una pregunta, y por consiguiente no suena a que necesite una respuesta, y la observo, y siento un odio desmedido hacia el animal que tenía por marido, un desprecio terrible por haber conseguido hacerse con la mente de Blanca y, lentamente, año tras año, haber ido destruyéndola; por romperla por fuera y por dentro, por activar el clic en su interior que ya no la deja quererse.

– ¿Quién podría no hacerlo? –contesto.

– ¿Acaso tú me deseas? –pregunta buscando mis ojos, lo cual no le resulta difícil porque estoy mirándola desde hace rato.

– Mucho –confieso, amparada por el consuelo de que no recuerde nada al día siguiente.

Ella me mira en silencio durante unos segundos que se me antojan horas, como si le costara concentrarse en sus propios pensamientos, como si le costara terminar de decidir si creerse lo que acaba de oír.

– ¿Y por qué no me besas?

Su pregunta me deja helada en el sitio. Algo en mi interior empieza a hacerme sentir que mi cuerpo es demasiado estrecho para lo que sea que hay dentro, y la contemplo, acostada en una postura aparentemente incómoda, con los ojos brillantes por el reflejo de la lámpara fijos en mí, esperando una respuesta.

– Estás borracha, Blanca –sentencio inclinándome a colocarle bien la almohada y rehuyendo su mirada.

– ¿Y qué? –dice aprovechando que estoy más cerca para llevar su mano a mi mejilla y acariciarla con dulzura.

– Que te vas a arrepentir –contesto con voz temblorosa debido a las sensaciones que van sumándose a mi pecho y me retuercen el vientre.

Su otra mano se une a la que está sobre mi rostro y no sé si lo que me atrae imperiosamente hacia ella son sus manos o si es el efecto magnetizante que causa sobre mi cuerpo.

– Bésame, Julia –insiste enterrando los dedos en mi pelo y me doy cuenta de que estoy tan cerca que siento su aliento en mis labios cuando habla.

El tacto de sus dedos y la cercanía de su boca que una vez vi inalcanzable me nubla el juicio y siento que está mal, que no es correcto, que se va a arrepentir, pero no puedo luchar contra la fuerza que ejerce sobre mí su cuerpo, su boca entreabierta en forma de invitación, sus palabras, y los ojos se me cierran cuando mi labio inferior roza el suyo, y una tempestad se desata entre ellos, porque es demasiado tarde para echarse atrás, y ella me está echando hacia delante, rodeándome la nuca, y su perfume se mezcla con el olor del alcohol formando una miscelánea extraña que a la vez me gusta, me encanta, pero me separo un milímetro, porque la razón me dice que no lo haga, pero ella se agarra a mi espalda para acercarse y unir nuestros labios por fin. Su tacto suave y carnoso me catapulta a las nubes de inmediato y, sin poder creer aún lo que está pasando, mi mente captura ese momento para grabarlo a fuego en mi subconsciente por el resto de mis días.  Blanca deja sobre mis labios un beso tan tierno que me hace preguntarme cómo puede ser tan delicada sin estar en pleno control de sus facultades y a la vez tan ardiente, porque mi boca y todo mi ser enseguida necesitan más. Pero, al mismo tiempo, se esclarece mi mente y al recuperar el juicio me doy cuenta de que no puedo hacer eso, no en esas condiciones. Ella abre los ojos cuando nota que me alejo.

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