XXXIII
Pasado más de un mes después de aquella tarde en un banco cualquiera de una plaza cualquiera, una señora con mirada de superioridad y espalda recta irrumpe en la clase en lugar de Blanca. Me resulta fastidiosa desde el principio por culpa de la maraña de pensamientos que he conseguido ordenar en los últimos días, desde mi encuentro con Blanca un par de clases atrás. Aparentemente no fue diferente a los demás, yo llegaba pronto, ella llegó un poco después. No sé si era demasiado temprano o si todos se habían puesto de acuerdo para llegar tarde ese día, pero el caso era que sólo estábamos nosotras. Blanca me miró nada más entrar por la puerta, echó después un vistazo a su alrededor para comprobar que el aula estaba vacía y me sonrió a modo de saludo, primero una sonrisa evasiva, después, al llegar a su mesa y dejar sobre ella su maletín, gesto que tengo aprendido de memoria, una sonrisa directa, a la que yo respondí de inmediato de la misma forma. Qué tal, me preguntó, y yo contesté lo de siempre, que bien, pero qué tal de verdad, me dijo entonces, y aprecié en su rostro una suave sonrisa que me llegó cálida, aunque no sé si era esa su intención. No supe qué decir. Me limité a encogerme de hombros y ella bajó la mirada aunque sin deshacerse de su sonrisa, como si tuviera asumido que ella era en gran parte la razón de mi gesto. Le pregunté qué tal estaba ella, algo que no me había atrevido a hacer desde que empezamos a fingir evitarnos, y ella asintió, dedicándome una sonrisa tranquilizadora que causó efecto en la curva de mis labios. En ese instante la gente empezó a llegar y no volvimos a hablar en todo el día, aunque me sirvió para pensar y llegar a la conclusión de que no podía soportarlo más.
Por eso, sin darme cuenta, observo con rechazo a la mujer que acaba de entrar en clase y nos mira con la boca entreabierta, como esperando a estar segura de que tiene nuestra atención antes de hablar. Entonces nos cuenta que Blanca no va a poder venir, y que tampoco nos molestemos en venir el próximo día. Unas pinzas invisibles me pellizcan el estómago y me siento incapaz de preguntar nada hasta que se va pero, minutos después, consigo despertar y me levanto con el propósito de alcanzar a la mujer.
Cuando salgo cargada con mis cosas la veo a punto de desaparecer por el pasillo y la sigo apresuradamente llamando su atención. Ella se gira cuando llego a su lado.
– Perdone, ¿por qué no puede venir? –pregunto a bocajarro.
La mujer me lanza una mirada de desaprobación.
– Está en el hospital –contesta secamente.
– ¿Qué le ha pasado? –pregunto con un hilo de voz.
– Se ha caído, según tengo entendido. No ha dado detalles –parece escupir las palabras cuestionando mi derecho a hacer tales preguntas, pero me importa poco.
– ¿Puede decirme en qué hospital está?
– ¿Disculpa? –pregunta levantando una ceja.
– Por favor –ruego con cierta brusquedad; empiezan a molestarme sus aires de grandeza.
– ¿Quién quiere saberlo? –insiste con un toque de desprecio.
– Soy una alumna suya, nos conocemos desde hace años. Sólo quiero ver que está bien.
Sus diminutos ojos me escrutan por encima de las gafas con resignación.
***
Llego al hospital con el corazón en un puño y, tras preguntar por su habitación, recorro los pasillos obligándome a estar tranquila. Cuando llego a la puerta me fijo en que ésta se encuentra abierta y una voz al otro lado me hace ralentizar mis pasos antes de llegar. Me asomo y, al ver la situación, los hombros se me relajan y expulso de golpe todo el aire que he estado reteniendo sin darme cuenta.
– ¿No pueden quitarme ya todos estos cables?
Blanca está tumbada en la camilla señalando su cuerpo con fastidio y la imagen me arranca una sonrisa. Sería raro que no estuviera quejándose. Tiene buen aspecto y me acerco a ella despacio mientras la enfermera está terminando de comprobar el suero.
– No entiendo por qué tanto lío, estoy perfectamente –insiste–. ¿Cuándo puedo irme?
– Ya le he dicho que hay que esperar los resultados de las pruebas –dice la enfermera antes de levantar la mirada y verme ahí plantada–. Buenas tardes –me saluda sonriente.
– Julia –murmura Blanca confundida al mirar en mi dirección, pero después se le escapa una sonrisa–. ¿Tú qué haces aquí?
Al acercarme más veo que tiene una gasa en un lado de la frente, todo lo demás parece estar en orden. La enfermera se dirige a la salida diciéndole a Blanca que la informarán en cuanto tengan los resultados.
– Está imposible –bromea cuando pasa por mi lado rodando los ojos con una sonrisa.
– Lo es –matizo antes de que desaparezca de allí.
Me encuentro con la mirada de Blanca clavada en mí cuando llego a su lado. Grandes ojeras le acunan los ojos, pero ya no recuerdo cómo era su rostro sin ellas. Sus pupilas buscan en las mías la explicación que mis labios no le están brindando.
– ¿Cómo estás? –le pregunto.
– Estoy bien, pero se empeñan en tenerme aquí en observación veinticuatro horas –se queja.
Sonrío y señalo un hueco en la camilla.
– ¿Puedo sentarme?
Ella asiente con la cabeza incorporándose un poco y quedando recostada, casi sentada, y yo me apoyo a su lado intentando ocupar lo menos posible. Señalo su frente con un gesto de cabeza.
– ¿Qué te ha pasado?
– ¿Qué haces aquí? –repite ella, y puedo apreciar aún la sorpresa en su expresión.
– Me dijeron en la academia dónde estabas –contesto encogiéndome de hombros.
– ¿Te lo dijeron?
– Bueno, puede que lo preguntara yo.
Ella me dirige una de esas miradas suyas que me llevan a pensar que nunca podría engañarla.
– ¿A quién? –pregunta con interés.
– No lo sé, a una mujer con los ojos muy separados y el pelo corto.
– ¿¿Marisa??
Alzo las cejas, sorprendida de que haya encajado tan rápido a una persona con mi vulgar descripción. Me da la sensación de que hay algo gracioso detrás de aquel nombre que se me escapa.
– ¿Le has preguntado a Marisa? Sabes que va a tenerte manía de por vida, ¿verdad?
– ¿Por qué? –pregunto alarmada mientras ella reprime una sonrisa, pero no dejo que conteste porque ha conseguido desviarme del tema–. No importa. ¿Qué te ha pasado?
– ¿Por qué eres tan entrometida? –me dice con el ceño fruncido.
– ¿Por qué te molesta que me preocupe por ti?
Un silencio incómodo se instala entre nosotras. Cualquiera hubiera pasado por alto el sentido de esa pregunta que ha salido de mi boca sin permiso, pero ambas sabemos lo que esconde detrás. Blanca me aparta la mirada.
– Resbalé al pisar una lata vacía y me caí –explica con indiferencia y se señala la frente–. Me di con el bordillo de la acera. No recuerdo más. Alguien debió de llamar a una ambulancia.
Yo la miro a los ojos aunque ella intenta evadirlos.
– Vale –digo alargando las vocales–. Y la versión real ¿cuál es?
Ella deja de esquivar mi mirada para enfrentarla con los ojos rasgados en una expresión de censura.
– No te entiendo –murmura.
– Claro que sí.
Se remueve incómoda en el sitio quedando recta. Tiene un semblante serio y los labios apretados en señal de que estoy metiéndome en terreno peligroso, pero no me dejo intimidar.
– Sólo quiero saber si ha sido él –lo intento por última vez.
– ¿No harás más preguntas?
Niego con la cabeza y ella la sacude con un chasquido bajando la mirada a sus dedos, que juegan con el anillo de su otra mano por encima de la fina sábana.
– Sí, ¿verdad?
Ella asiente con la cabeza sin levantar la vista y, antes de que pueda decir nada, la enfermera de antes entra en la sala.
– Ha tenido suerte, Blanca, los resultados ya están.
– Al fin –exclama ella recomponiéndose.
– Está todo correcto, el traumatismo no ha causado daños graves–afirma mientras yo me levanto para dejarle desconectar cada uno de los cables–. Puede irse a casa.
– Pues claro... –masculla mientras se endereza para salir de la camilla.
– Tendrá que recoger en la planta baja los resultados –explica la enfermera.
Un largo cuarto de hora después, Blanca me empuja suavemente por la espalda en dirección a la puerta de salida.
– Vámonos –me acucia–. Odio los hospitales.
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