XXVIII
Nos encontramos sentadas en su cama, con la espalda apoyada en almohadones colocados en el cabecero. Blanca sostiene mi libreta y yo el hielo sobre sus costillas, para que pueda pasar las páginas. Por el momento sólo ha visto los primeros dibujos y, a pesar de que no son los más elaborados, le han encantado. Llega al primero en el que he usado color y le dedica más tiempo, fijándose en los detalles. Se trata de un zorro y sólo hay tonos de rojo.
– Sé que no está muy bien, fue el primero que intenté con pintura sobre papel y bueno... –me justifico algo incómoda porque se demore tanto en verlos.
– Calla, está perfecto –me contradice sin mirarme–. Y más para ser el primero.
Me doy cuenta de que nunca me voy a acostumbrar a que Blanca halague mis dibujos y no hago más comentarios, ella se encarga de hacerlos a medida que va pasando las páginas. La miro de reojo y sus ojos sonrientes, sus labios entreabiertos formando una sonrisa, me impiden apartar la vista de ella. No sé cuándo ha pasado todo esto en mi interior, no sé qué es este torbellino que arrasa con todo lo malo dentro de mi cabeza y no deja nada, sólo su imagen. Tan sólo sé que no quiero irme nunca.
Sin embargo, puede que ahora todo se acerque a su fin. Puede que la insignificante idea de abrir una libreta lo estropee todo.
– El hielo, Julia –me avisa, y descubro que estaba tan perdida en mis pensamientos que ha ido resbalando de mi mano.
Vuelvo a colocarlo en su sitio.
– Perdón.
Entonces ocurre. Blanca pasa la página. Está repleta de garabatos; los mismos garabatos que usé de ideas para mis láminas de la exposición de Navidad. Es decir, ella en diferentes escenas. Ella en la cafetería, ella leyendo, su rostro alegre de frente, de perfil... Al ser sólo bocetos, no están muy detallados y es fácil confundirla con cualquier otra mujer, pero siento las pulsaciones en las sienes y observo disimuladamente su reacción. Blanca se limita a mirarlos en silencio. Ha juntado los labios pero aún puede verse la misma leve sonrisa. Cuanto más tiempo pasa sin decir nada, mayor es la necesidad que siento de no respirar. Entonces, como única reacción, pasa de página.
Esto podría parecer un alivio o una buena forma de acabar con el momento incómodo, si no fuera porque las siguientes páginas son una sucesión de dibujos a cada cual más reconocible. Al principio, son escenas cotidianas en las que básicamente he copiado la realidad; ella en clase sentada frente a un lienzo, pintando, o simplemente ella de pie, mirándome sin hacer nada más, y en ese momento lamento esmerarme tanto en los detalles de la ropa, porque es ropa real, ropa que su dueña reconocería. Pero después, los esbozos comienzan a alejarse de la realidad para reflejar en su lugar mi imaginación. Una profesora apoyada en la mesa en una postura poco cómoda pero sensual, con el pelo, su pelo, cayendo en cascada hacia un lado y la falda, su falda, ligeramente doblada. Otra profesora descuidadamente vestida con una bata blanca que le cae por los hombros, de ojos oscuros, sus ojos, que invitan a acercarse.
Un sudor frío me recorre la espalda y separo los labios para decir algo, pero las palabras se me atrancan en el nudo que tengo en la garganta y ella parece ni siquiera inmutarse con lo que está viendo, lo cual me confunde.
– Estás temblando –observa sin apartar la vista del papel. Eso me pone aún más nerviosa pero antes de que pueda decir nada ella sigue hablando–. Puedes dejar ya el hielo, si quieres.
No la comprendo. No entiendo qué es lo que intenta. ¿Cree que tiemblo de frío? Sé que no es tan ingenua. No lo es en absoluto, de hecho. Tampoco ha reaccionado a los dibujos de sí misma y es casi imposible que no se haya dado cuenta de que es ella la que está representada en cada uno de ellos.
Sigo sujetando el hielo y Blanca pasa la página para encontrarse con una mujer parecida a ella, como posando para una fotografía, con las manos en el pelo, los pechos apretados por una camiseta ajustada y una mirada desafiante. Permanece un rato observándolo. Puedo ver sus ojos achicados y brillantes mientras viajan por cada línea de grafito. Siento que mi estómago se ha convertido en una centrifugadora y guardo silencio con cada uno de mis músculos en tensión. Ella sigue sin pronunciar palabra y eso me desespera.
Pasa de página para encontrarse la siguiente en blanco y, comprendiendo que no hay más, regresa al último para seguir observándolo.
– Es precioso –dice finalmente y después me mira a los ojos–. Son todos preciosos.
Yo no digo nada, simplemente mantengo su mirada, sin saber qué hacer, ni qué pensar. Esperaba otra cosa muy diferente, tal vez que se sintiera ofendida, tal vez que se diese cuenta de que no la veo como ella me ve a mí, que no quisiera verme más, no lo sé, algo caótico. Sin embargo, esto me parece más caótico aún. Nuestros ojos siguen intentando hablar por nosotras, hasta que, incómoda y con la súbita idea de que sólo está fingiendo habérselo tomado bien, desvío la mirada y ella lo nota.
– Sé que es algo muy personal para ti –dice con voz dulce, y yo separo los labios para hablar, decidida a decirle que lo siento, que no lo tenga en cuenta, que no sé por qué lo hice, pero ella me interrumpe evitando que me humille yo sola–. Gracias por enseñármelo.
Su sonrisa empieza a parecerme sincera y decido guardarme mis palabras por si lo que pretende es dejarlo pasar o si realmente, por mucho que lo dude, no se ha dado cuenta.
– No lo dejes nunca –dice tendiéndome la libreta cerrada y yo la tomo aún algo confundida sin apartar la mirada de sus ojos.
Siento que éstos se me clavan en el alma, que se adentran en ella como dos luceros iluminando partes que creía despiertas, tan profundamente que me siento desnuda. Noto algo en la mano que es la excusa perfecta para apartar la mirada y descubro que es su propia mano, tratando de sostener el hielo por sí misma.
– Esto sí puedes dejarlo –dice en tono de broma.
Yo sonrío y me levanto para guardar la libreta y el hielo.
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