XXIX
El silencio reina en cada habitación de la casa. Hemos pasado una mañana tranquila y, cuando me he ofrecido a hacer la comida, Blanca se ha negado sugiriendo que pidiésemos comida china. No me fío de tus dotes culinarias, seguro que nos envenenas, había dicho con media sonrisa y ojos burlescos. Mi mente en cambio ha sabido traducirlo y la respuesta es la misma de siempre; no me gusta dejarme ayudar. He accedido con la condición de que me dejara invitarla en otra ocasión y ella ha aceptado gustosa. Después de comer, hemos decidido descansar un rato, por lo que me encuentro en el sofá del salón mientras ella duerme un rato en su cama.
Para pasar el tiempo he cogido mi libreta y la tengo apoyada sobre las piernas mientras mis pies descansan en la mesa baja que está enfrente del sofá. Por miedo a que Blanca vea mis dibujos otra vez, decido no dibujarla a ella, lo cual se me hace difícil ya que es mi mayor musa, y esbozo en su lugar los muebles del salón que tengo delante, recreando así esa parte de la casa. Lo hago con la idea de no pensar, pero enseguida descubro que no está funcionando, pues no puedo dejar de revivir una y otra vez cada momento compartido con ella, su expresión mientras ojeaba mi libreta, el placer de desayunar en su compañía, y una sonrisa de idiota me adorna la cara mientras dibujo sin ponerle mucha atención.
No llevo más de una hora cuando regreso a la realidad y me fijo en el resultado. Lo he vuelto a hacer. He aprovechado una silla para empezar a dibujar a Blanca sentada en ella y, en cuanto me doy cuenta, cojo la goma de borrar.
– ¿Artista frustrada? –pregunta una voz detrás de mí mientras borro el lápiz como si no hubiera un mañana, haciendo que me sobresalte y cierre la libreta como acto reflejo.
Vuelvo la cabeza para encontrármela acercándose al sofá.
– Me has asustado.
– Perdona, creí que me habrías escuchado levantarme –se disculpa rodeando el sofá para terminar a mi lado.
– ¿Has dormido algo? –pregunto mientras ella se sienta.
– No, pero no aguantaba más en esa cama –contesta descargando el peso de su cabeza hacia atrás en el sofá con un suspiro.
– Y ¿qué quieres hacer? –pregunto sin saber muy bien qué decir.
Ella me mira como si mi pregunta le hubiese resultado graciosa.
– ¿Qué quieres hacer tú? Eres la que puede moverse –responde divertida y después me estudia con los ojos para mirarme más seriamente–. No quiero que estés aquí metida por mí, si quieres puedes bajar a la calle, y yo puedo quedarme. O, si quieres, puedes irte.
– No quiero irme –me apresuro a contestar, carraspeando un poco después para usar un tono más natural–. Y, bueno, tampoco quiero salir si tú te quedas aquí. A no ser que quieras que me vaya –añado al final cuando esa idea salta a mi mente.
Blanca sonríe ante la forma que tengo de confundirme yo sola.
– ¿Qué quieres hacer? –repite con dulzura.
Yo me encojo de hombros y sacudo la cabeza.
– Me da igual –contesto, ahorrándome el final de la frase, porque estoy contigo–. Lo que quieras.
– Vamos, Julia –ríe ella–. No te da igual. Pídemelo.
– ¿Qué...? –digo sin entender su reacción.
– He visto las miradas que le echas. Sólo tienes que pedírmelo.
Tardo uno segundos en entender de qué está hablando y, cuando lo hago, la miro con una expresión de sospecha que a ella le arranca una carcajada.
– ¿En serio? –Ella asiente con la cabeza animándome a preguntar–. ¿Puedo ver tu sala de pintura?
Vuelve a asentir y yo me levanto del sofá con una sonrisa de oreja a oreja. Ella permanece sentada cuando yo me precipito al pasillo.
– Has tardado mucho en pedirlo, creí que entrarías mientras yo dormía –escucho su voz, pero el pomo de la puerta ya está entre mis dedos.
Al abrirla, el olor a pintura me golpea en la cara. Al principio veo tantas cosas juntas que no distingo nada pero, en un segundo intento, todo empieza a deslindarse ante mis ojos como un gran puzzle de piezas pequeñas. Así como en el resto de las habitaciones predomina la sencillez y lo minimalista, en ésta apenas se ve un trozo de pared bajo los cuadros, pinturas y láminas. Descubriéndome taladrada al suelo, doy un paso admirándolo todo a mi alrededor, y a éste le sigue otro paso, y voy caminando junto a las paredes, sin querer perder detalle. Las mesas están llenas de cosas amontonadas unas sobre otras y cientos de papeles, que me dedico a observar superficialmente. Ninguna de las pinturas que hay por las paredes es suya. Sin embargo, cuando empiezo a ver sus lienzos y sus hojas, las pupilas se me dilatan y el corazón se me encoge un poquito más a cada paso.
Nunca había visto una forma de pintar tan sutil y a la vez tan dura. Cada pincelada parece hecha a caricias. Casi todas las pinturas que voy descubriendo tienen un tema similar, algunas son detalles de otros cuadros pero la mayoría son oscuras y desgarradoras. Figuras atrapadas, difusas, de mirada perdida. Una belleza que me araña el alma.
En el centro de la sala hay un lienzo sin terminar. Lo rodeo, anonadada, para verlo y descubro en él a una mujer con los ojos vendados. No está asustada, simplemente inexpresiva. Siento curiosidad por saber qué significa. También hay pinturas de flores, animales, paisajes, que dan color a la angustia, y me pregunto cómo un ser mortal puede pintar de esa forma.
En medio de ese país de las maravillas, veo entre los papeles superpuestos la esquina de algo que hace que todos mis órganos den un salto y vuelvan a caer desordenados dentro de mi cuerpo. Me acerco y aparto los dos o tres papeles que hay encima para descubrir una lámina que me resulta más que familiar. Debajo de esa, otra, y al final me encuentro con las tres láminas inspiradas en ella que presenté en la exposición.
– No sé si verás algo, esa habitación es un desastr...
Blanca se interrumpe al llegar a la puerta y yo me giro, aún tratando de creerlo. Al verme, los ojos se le van solos a mis manos. La realidad cobra sentido a mi alrededor de repente.
– ¿Fuiste tú? –pregunto sin salir de mi asombro.
Algo en su expresión me confunde. Como si ella misma no acabara de entenderlo. O no se lo esperase.
– ¿Qué?
– Los compraste tú –aclaro.
Ella consigue componer una sonrisa.
– Sí. Me gustaron.
Recuerdo de pronto aquel día, nuestro encuentro de principio a fin. Recuerdo cómo fingí que no eran míos y también recuerdo su mirada que no logré entender. Y ahora lo entiendo; nunca me creyó. Sólo me seguía la corriente. Y sigue haciéndolo, y me siento ridícula. Dejo caer las láminas en la mesa de nuevo evitando su mirada mientras ella, a cambio, me observa. A pesar de todo, sé que no esperaba que yo lo descubriese; lo he notado en su reacción.
– ¿No pensabas decírmelo? –pregunto sin mirarla, algo ofendida porque me haya dejado hacer el ridículo todo ese tiempo.
– ¿Por qué debería? Tú no querías que supiera que eran tuyos –contesta, y comprendo que soy la que menos derecho tiene a molestarse.
Le doy la espalda en silencio, sonrojada, y coloco los papeles encuadrando sus esquinas, como un movimiento automático para ocupar mis manos nerviosas. Oigo a Blanca acercarse por detrás y siento una mano posarse en mi brazo, la otra sobre mi cintura. Mi mente se queda en blanco de golpe olvidando cualquier sentimiento de frustración.
– No tienes que avergonzarte –dice con voz aterciopelada–. Entendí que estabas más cómoda si yo no lo sabía y respeté tu decisión. –Ante mi silencio me frota cariñosamente el brazo, aunque yo sólo puedo pensar en su mano sobre mi cintura–. ¿Qué te daba miedo? ¿Lo que yo pudiese pensar? –Yo me encojo de hombros y me giro para mirarla. Ella retira las manos de mi cuerpo y me arrepiento de haberme movido–. ¿Qué creías que iba a pensar? El arte está en todas partes, la cosa más insignificante puede inspirarnos, y eso no tiene por qué significar nada. Sólo puedo sentirme halagada de servirte de inspiración.
La miro sin saber qué decir. ¿Por qué hace esto? Sin embargo, me sonríe y le devuelvo la sonrisa como un espejo. Un espejo estúpido.
– ¿Qué te parece? –pregunta entonces echando un vistazo a su alrededor como si fuera la primera vez que lo ve.
– Es maravilloso, Blanca –contesto y la sinceridad puede palparse en mi voz–. Ojalá algún día pueda llegar a pintar como tú.
Ella se gira para mirarme.
– Nunca me habían dicho eso –confiesa.
– Seguro que lo han pensado –afirmo con certeza.
Ella sonríe algo ruborizada.
– La verdad es que tampoco enseño demasiado –explica.
– Entonces me siento realmente afortunada.
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