XXII

Ese viernes llego a la academia antes de la hora. Sólo ha pasado un día pero me ha dado tiempo a darle vueltas a la cabeza mil veces y no puedo esperar a ver a Blanca para quedarme tranquila.

Sara también ha llegado antes y se encuentra en el pasillo hablando con Nico. En cuanto me ve me saluda y me siento extraña porque no estoy acostumbrada a llevarme con compañeros pero también me siento bien, por el mismo motivo. Le devuelvo el saludo y me apoyo en la pared, frente a la puerta de la clase cerrada, a esperar. Poco después Sara se acerca.

– Ey –me dice con una sonrisa–. Vamos a ir a tomar algo después de la clase, ¿te apuntas?

Sus grandes ojos risueños parecen no admitir un no por respuesta y, aunque me da un poco de vergüenza, me doy una oportunidad y sonrío.

– Claro –contesto.

– Genial –dice ella, para apoyarse después en la misma pared que yo.

Eso me dice que tiene intención de mantener una conversación así que dirijo una fugaz mirada al principio del pasillo esperando que llegue Blanca y, al verlo vacío, me dirijo de nuevo a Sara, quien acaba de empezar a hablar.

Se la ve una chica sociable y extrovertida y me gusta su espontaneidad, pero no puedo prestar el cien por cien de mi atención a sus palabras porque mi cabeza está en otra parte, así que acabo interviniendo sólo con escuetas respuestas.

Dejo de escucharla completamente cuando el sonido de unos tacones viaja hasta mis oídos y me giro buscando su origen con la mirada. Sin embargo, no suenan a Blanca. Aparece por las escaleras una mujer a la que he visto un par de veces en secretaría y la decepción se materializa en un sólido peso que me aplasta los hombros. Llega a nuestra altura y nos explica que Blanca también estará ausente hoy, mientras nos abre la clase y los alumnos empiezan a entrar con parsimonia, ocupando sus asientos y charlando. Soy la única que no se ha movido.

Me parece casi alarmante la manera en la que todos continúan con sus vidas sin pestañear, mientras que yo creo haber olvidado que mi cuerpo necesita oxígeno. Me doy cuenta de que también soy la única que permanece con el abrigo puesto y la mochila a la espalda y me acerco a Sara.

– Oye, tengo que irme.

– ¿No vienes luego entonces?

– Otro día mejor –contesto intentando sonar convincente.

– Claro, te tomo la palabra –responde ella alegremente.

Le sonrío como despedida y me marcho.

Salgo de la academia con grandes zancadas. No sé si estoy haciendo lo correcto o si mi cabeza está sacando las cosas de quicio, pero sí sé que no voy a poder respirar tranquila hasta que lo compruebe y que, si soy la única que puede hacer algo, lo voy a hacer.

Llego a la cafetería con los pulmones en la garganta y me asomo desde fuera a través de los ventanales. Ahueco las manos por encima de mis cejas para eliminar el reflejo del cristal y busco su mesa de siempre, pero está vacía. Tampoco a su alrededor la veo así que mi escrutinio dura poco. Sin pensarlo dos veces tomo el camino hasta su casa.

Alguien está saliendo del portal justo cuando llego por lo que aligero el paso para aprovechar la puerta abierta. Pulso repetidas veces el botón del ascensor como si así las puertas fueran a cerrarse más deprisa y espero las cinco plantas más eternas de mi vida.

Cuando me encuentro frente a su puerta me entra el pánico. ¿Y si me he tomado demasiada confianza yendo hasta allí? ¿Y si se arrepiente de haberme pedido que la acompañase a casa aquella noche porque ahora sé dónde vive? ¿Y si está bien y me ve como una paranoica? Aun así no puedo arriesgarme, así que reúno el valor para llamar con los nudillos. Me parece mejor opción que hacer sonar el timbre.

Al otro lado de la puerta reina el silencio absoluto y apoyo la frente en ella, acariciando la madera con los dedos.

– Blanca –hablo para que no se asuste–. Soy yo, Julia.

Espero un rato pero sigo sin escuchar ni un mínimo movimiento. Cuando casi estoy convencida de que no está en casa y me separo para irme oigo un chasquido y la puerta se abre.

La luz se introduce en forma de grieta en su casa, la cual parece sumida en la penumbra, y me deja ver a una mujer descalza con el pelo hacia un lado que es más ojeras que persona. Aun así hace un amago de sonrisa y yo siento ganas de abrazarla.

– ¿Qué...? –pregunta con la voz ronca y se interrumpe con un carraspeo para aclárarsela–. ¿Qué haces aquí?

De pronto no sé qué contestar. Es como si ya no tuviera un motivo, uno válido al menos. ¿Qué hago ahí? ¿Qué pretendía hacer?

– No sé. Nadie sabía por qué no ibas a clase... ¿Estás bien? Quiero decir, siento haber venido hasta aquí, estaba preocupada por si...

Ella me interrumpe abriendo la puerta del todo y lo agradezco porque ya no sabía bien qué estaba diciendo. Lanza una mirada rápida por detrás de mí de la que me doy cuenta y me indica que pase, haciéndose a un lado. Yo lo hago y, tras cerrar la puerta, Blanca se apoya en ella mirándome.

– ¿Has venido hasta mi casa para saber si estoy bien?

En sus ojos hay un brillo extraño y están enrojecidos por la parte de abajo.

– Lo siento, si quieres me voy...

– No, no –aclara rápidamente–. Sólo me ha sorprendido que te tomes esa molestia.

¿Esa molestia?, repite una voz en mi cabeza. Lo cierto es que no creo que haya molestia que no me tomase por ella.

– ¿Quieres algo de beber? Te veo un poco sofocada–me pregunta y sigo notando algo raro en su voz.

– Un poco de agua estaría bien.

Ella asiente, me sonríe esta vez con más fuerzas y se separa de la puerta. Nunca antes la había visto con el pelo hacia un lado, porque siempre lleva la raya en medio, pero de cualquier forma le queda bien. Camina despacio. Demasiado despacio para ser ella. Analizo su cuerpo y me doy cuenta de que, además, se aprecia un ligero inclinamiento hacia un lado. Frunzo el ceño mientras ella me sirve el vaso de agua y me lo trae de nuevo.

– ¿Estás cojeando? –le pregunto.

– ¿Sí? –contesta ella.

A pesar de su mueca extrañada no me resulta muy convincente y la miro a los ojos mientras acepto el vaso que me está ofreciendo. Buceo en la profundidad de sus pupilas intentando averiguar qué es lo que no encaja en su forma de mirar. Pero ella rehuye el contacto visual y da un par de pasos para encender una lamparita.

– Estoy bien, sólo estoy un poco débil –explica–. Debo de haber pillado algún virus.

Esquiva mi mirada hasta que la luz de la bombilla me revela parte del misterio. A su pómulo asoma una sombra que su cabello oculta y comprendo por qué lleva el pelo a un lado.

Me acerco y, con cuidado, llevo una mano a su mejilla, apartándole el pelo con suma delicadeza y dejando al descubierto un hematoma no muy grande que se extiende por su piel. Ella no se resiste ni se aparta, se deja hacer y lo agradezco porque significa que se ha concedido permiso a sí misma y hubiera sido más difícil si siguiese haciéndose la dura.

– ¿Esto también es del virus? –pregunto irónicamente y ella aparta la mirada con los ojos humedecidos–. Ha estado aquí, ¿verdad?

Ella asiente con la cabeza y yo suspiro, sintiendo que me duele el corazón. Le coloco el pelo detrás de la oreja para examinarlo con más claridad y veo de reojo cómo sus pupilas me observan. Acaricio suavemente su mejilla con la yema de los dedos y ella no puede evitar hacer una leve mueca de dolor.

– Está un poco hinchado –observo–. ¿Te has puesto hielo?

Ella niega con la cabeza.

– ¿Por qué no?

Se encoge de hombros y me doy cuenta de que he sonado un poco brusca.

– No es nada –contesta.

– ¿Dónde está?

– En el último cajón del congelador.

Lo busco siguiendo sus indicaciones y vuelvo con una bolsa de hielo envuelta en un paño fino. Vuelvo a retirar el mechón de pelo que ha resbalado de su oreja y ella me ayuda colocándolo en su sitio y rozando mi mano en el proceso. Acerco el hielo al moratón con toda la delicadeza que puedo, pero no es suficiente para evitar que Blanca aspire entre dientes con el ceño fruncido.

– Lo siento –murmuro mientras continúo aplicándolo–. Creo que es mejor si te sientas.

– Sí, creo que sí –contesta ella acercándose al sofá.

Cuando se dobla aflora a su rostro una mueca de dolor y se lleva la mano al costado con un gruñido, consiguiendo sentarse aparatosamente. Yo me siento a su lado mirándola con preocupación.

– Blanca, ¿qué te hizo? ¿Te duelen las costillas?

Ella asiente inclinándose en el sofá para estirarse un poco. No quiero ni imaginarme cómo ocurrió todo, se me rompe el alma sólo con verla.

– Sobre todo al respirar –explica.

Se palpa despacio la zona pero el dolor que parece sentir me da intranquilidad. Hace unos años creí haberme roto una costilla. Después resultó no ser así pero tal vez podría reconocerlo.

– ¿Puedo verlo?

Blanca me mira fijamente unos segundos y por un momento repaso mentalmente mi pregunta por si resulta ofensiva, pero ella asiente con la cabeza después de reflexionar y se lleva las manos al final de la blusa. Se desabrocha el último botón y yo espero pacientemente. No había caído en que llevaba una blusa y tendría que desabrocharla y me siento algo cohibida de repente. Se deshace de los botones del final, lo justo y necesario para poder subir la blusa, y un escalofrío me recorre la espalda cuando la retira hasta la mitad del torso dejando parte de su piel al descubierto. Me alarmo al ver el gran hematoma y su mezcla de colores.

– Blanca –exclamo–. ¿Cuánto tiempo llevas con esto?

– Dos días. ¿Está muy mal? –pregunta retorciéndose en un intento de echarle un vistazo, pero el dolor se lo impide.

– No hagas eso –digo acercando la mano al hematoma.

Lo acaricio superficialmente con los dedos buscando la inflamación y siento la piel de Blanca erizarse bajo mi contacto, lo que me crea un cosquilleo en el vientre.

– Tendrás alguna rota, deberías ir al hospital.

Sus ojos pensativos me estudian y comprendo que me va a costar convencerla.

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