XVI

Es la primera vez que se deja a sí misma derramar una lágrima delante de mí y no sé qué hacer. La veo tan abatida, tan debilitada y, la verdad, tan sola. No puedo evitar sentir el impulso de abrazarla. Y, por primera vez, lo hago.

Y no sé qué hubiera pasado si no lo hubiese hecho, porque apenas puede mantenerse en pie. La envuelvo entre mis brazos con mayor seguridad de la que realmente siento y ella, mujer de hierro de puertas para fuera, no responde inmediatamente. No me importa demasiado, sólo quiero que sepa que no está sola. Quiero que pueda confiar en alguien, que pueda confiar en mí. Me da igual si quiere hacerse la dura en el camino.

Sin embargo, parece que entre esas cuatro paredes y en tal grado de embriaguez ha llegado a su límite. Siento cómo la tensión de sus hombros es liberada lentamente y, al cabo de unos segundos, sus brazos rectos pegados al tronco comienzan a moverse, con algo de desconfianza al principio, para terminar casi aferrándose a mí. Su cabeza cae apoyada sobre mi hombro y escucho junto a mi oreja leves sollozos. Su aliento sobre mi cuello me eriza la piel de la nuca y noto cómo las piernas le flaquean, así que la agarro más fuerte.

Con palabras consoladoras la ayudo a desplazarse hasta el sofá, donde cae casi desplomada. Me siento frente a ella y la miro sacudiendo la cabeza. Me duele verla tan demacrada.

– Blanca, no puedes seguir así –me tomo la libertad de opinar y ella alza la mirada hasta mí, dejándome ver unos enrojecidos ojos llenos de lágrimas.

Se la ve agotada, como si ya no supiera ni dónde está, y como si tampoco le importase. Me siento en la obligación de hacer algo para ayudarla, aunque todo esto me haya venido nuevo de golpe y me encuentre totalmente perdida. Ella mira hacia otro lado pero busco sus ojos de nuevo y la reto a sostenerme la mirada.

– No puedes seguir viviendo con miedo a que llamen a la puerta, a que suene el teléfono, a que ese hombre te espere en tu casa. No puedes entregarle tu vida de esta manera.

La expresión de Blanca se endurece y niega con la cabeza sin mirarme.

– No me queda otra, Julia. Tú no lo entiendes –dice con la voz rota.

Me da la sensación de que está tratando de controlar las lágrimas otra vez y temo haberla fastidiado.

– Tienes razón, no lo entiendo –contesto sin dejar de buscar el contacto visual–. Yo no podría soportar lo que estás soportando tú.

Ella no contesta. Creo que llora en silencio. Siento unas ganas inmensas de abrazarla, pero algo me frena.

– Háblame –le pido con voz apacible–. No tienes que sufrir todo esto tú sola.

Blanca está mirando el suelo y se seca los ojos con las manos.

– Sí, tengo que hacerlo –susurra de forma que siento que se me desgarra algo por dentro.

– No, Blanca. Nadie merece esto, y tú menos todavía.

Sus ojos encuentran a los míos durante un segundo para luego perderse otra vez. Lo cierto es que lo he dicho sin pensar, pero no ha pasado muy desapercibido para ella.

– ¿Por qué crees que yo no? –me pregunta con la voz temblorosa a causa del llanto que aflora a su garganta.

– No lo creo, es así –afirmo de forma escueta en un intento de maquillar mis sentimientos hacia ella.

– No es así, Julia... No lo entiendes. Y es mejor así.

No parece haberlo dicho con mala intención pero sus palabras me llegan como una patada en el pecho. Esta vez soy yo quien aparta la mirada de ella. De pronto me siento avergonzada. Una adolescente creyendo que puede ayudar a su profesora, una mujer cuya vida no conoce.

Ambas nos quedamos en silencio, con la única excepción de su respiración irregular.

– ¿Quieres que me vaya? –le pregunto.

Como siento que la respuesta es sí, me preparo para levantarme, pero Blanca me mira a los ojos y algo en ellos me hace dudar. Su espalda adopta una postura más recta y la vista se le escapa a la puerta por una milésima de segundo. Sin saber interpretar su silencio, comienzo a incorporarme y veo contraerse cada uno de sus músculos.

– No.

Me detengo sorprendida para volver a mi posición lentamente.

– ¿No? –repito.

– Por favor –contesta rápidamente, y carraspea al darse cuenta del tono de súplica desesperada en su voz–. Siento si te lo ha parecido. Quédate un rato más.

Tampoco es que necesite pedírmelo dos veces. Asiento con la cabeza y guardo silencio porque no sé qué decir. Me da miedo meter la pata; la veo tan superior a mí, que incluso llorando me impone. Me siento más pequeña que cada una de sus lágrimas.

Blanca coge aire pero lo que iba a ser una respiración profunda se convierte en un suspiro. Echa la cabeza hacia atrás apoyándola en el sofá con la mirada perdida en algún rincón del salón.

– No sé qué hacer –dice casi en un susurro y me pregunto si habla para sí misma.

Como ha sido ella quien me ha pedido que me quede me siento un poco menos cohibida para preguntar.

– ¿Por qué no lo denuncias?

Sus ojos se posan sobre mí como si acabara de hacer la pregunta más irracional del mundo. Después cierra los ojos y niega con la cabeza.

– No puedo hacer eso.

– ¿Por qué no?

Ella lanza otro suspiro como respuesta y entierra los dedos en su pelo, pensativa. Al fin se decide a hablar.

– Está enfermo. Hace años que padece de enfermedad pulmonar obstructiva, pero es en los últimos meses cuando más ha empeorado –le tiembla la voz y comienzo a entender por dónde va–. No sé cómo de grave está, pero no tiene buen aspecto. Lo más probable es que se muera de eso, Julia. No sé si lo entiendes. He estado muchos años casada con él. Le he querido con toda mi alma. Por mucho que las cosas se hayan torcido de esta manera, no puedo olvidar lo que una vez fue. Sé que pensarás que estoy loca. Pero no puedo hacerle eso a un hombre enfermo al que quise durante tanto tiempo. Ya le he abandonado... –se le quiebra la voz y se seca los ojos con las manos.

No me ha gustado su última frase. El hecho de que considere que ha abandonado a su marido enfermo en lugar de que ha huido de su maltratador me chirría como una puerta mal cerrada. Ahora entiendo su sentimiento de culpa. La veo ahí sentada, casi sin poder aguantar su propio cuerpo, y me doy cuenta de que no puedo ni siquiera hacerme una idea de cómo se siente, de cómo ha venido sintiéndose hasta ahora, del peso que lleva a la espalda y los estragos que éste ha ido causando en su salud mental, del tiempo que ha pasado escuchándose a sí misma echarse las culpas de todo sin que nadie le dijera lo contrario.

– Blanca... –Asumiendo su posible reacción, tomo su muñeca con una mano y de un movimiento le subo con la otra la manga de la blusa dejando al descubierto algunos hematomas–. Que esté enfermo no justifica esto. Nada justifica esto. Sólo eres culpable de castigarte a ti misma como lo haces.

Al principio se muestra visiblemente incómoda y por un momento pienso que va a ser brusca conmigo, pero después se limita a mirarme con el ceño fruncido y los ojos inundados. Retiro las manos de su brazo y nos quedamos mirándonos un rato. Siento impotencia y eso me frustra. Me doy cuenta de que ha ido adoptando una postura cada vez más encogida en el sofá durante nuestra conversación, y en ese momento cierra los ojos y se lleva una mano a la cabeza.

– La luz me está mareando –consigue decir–. ¿Te importa que la apague un momento?

Niego con la cabeza y ella se incorpora.

– Aunque creo que el alcohol tiene más que ver –comento mientras se levanta.

– Es probable.

Llega hasta la lámpara dando tumbos y me sorprende que no se caiga por el camino. Todo queda sumido en la oscuridad con la única excepción de la tenue luz que entra a través de la persiana medio bajada que da a la calle. Mis pupilas no tardan mucho en acostumbrarse pero escucho algún que otro golpe hasta que Blanca llega al sofá y se deja caer en él descuidadamente. Noto que se sienta más cerca de mí de lo que estaba antes y apoya la cabeza en el respaldo. Deduzco que ha cerrado los ojos.

– No sé cómo puedes estar aquí aguantándome así –murmura acomodándose–. Soy una anfitriona horrible.

Percibo que su voz es más pesada y denota su cansancio, hasta que empieza a vocalizar cada vez menos.

– Tu madre debe de estar preocupada –suena adormilada y apenas acierto a entenderla–. Estarán esperándote...

No soy capaz de descifrar el resto de la frase porque se le traba la lengua y se convierte en un murmullo ininteligible, pero poco después siento su cabeza escurrirse inconscientemente por el sofá hasta quedar apoyada en mi hombro.

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