XLVII

El autobús está estacionado fuera con el motor en marcha, sólo falto yo. Cargando la mochila a un hombro agarro un croissant relleno de chocolate entre los dientes y una manzana con la mano que tengo libre para no perder más tiempo, corriendo a la puerta de salida. El recepcionista se despide con una inclinación de cabeza y le respondo con un adiós de dudosa comprensión pronunciado entre dientes. Al subir al autobús siento todas las miradas puestas en mí durante unos segundos y me imagino mi imagen: el pelo mojado, una manzana en la mano, la mochila en la otra y un bollo en la boca. Avanzo tímidamente hasta el mismo asiento contiguo a Blanca que hemos estado ocupando desde el primer día.

– Ya era hora, señorita –dice en voz alta, fingiendo una mirada de reproche que no haga dudar de su estatus entre los alumnos.

– Siento el retraso –respondo exagerando también una expresión de disculpa, aún con el dulce en la boca.

– ¿Se te han pegado las sábanas? –interviene Elena.

Intercambio una fugaz mirada con Blanca.

– Sí, bastante.

– Ya estamos todos, puede usted cerrar –se dirige la profesora al conductor con su característico tono cantarín.

Las puertas obedecen cerrándose inmediatamente mientras yo dejo caer mi mochila bajo mi asiento y trato de llegar a él pasando por el diminuto hueco que queda entre las piernas de Blanca y el comienzo de la cabina del conductor. El roce de mis vaqueros con sus rodillas desnudas me sugiere entretenerme en el camino y, comprobando la dificultad del movimiento, decido pasar una pierna por encima de las suyas. El autobús se pone en marcha inesperadamente y a punto estoy de caer de bruces sobre Blanca si no llega ella a sujetarme de la cadera y yo a apoyar las manos en su respaldo. Murmuro una disculpa tan solo para que Elena la oiga.

Agradezco en ese momento que la camisa de Blanca que llevo puesta sea lo suficientemente escotada para que sus ojos se escapen a mi pecho, que ha quedado a la altura de su nariz, y el color que asciende a sus mejillas me divierte así que decido mantener la posición mientras termino de pasar las piernas. Sus ojos, redondos y aclarados por la luz del sol, me miran desaprobando mi comportamiento, pero me gusta demasiado provocarla así que sujeto el croissant con la mano, le doy un mordisco delante de ella, sonrío y caigo sentada a su lado de la forma más inocente que puedo fingir. Blanca se relaja negándose a dejar salir una sonrisa que esconde en la comisura del labio, mientras yo me dedico a comer tranquilamente.

– ¿Te ha dado tiempo a desayunar en siete minutos? –le pregunto resaltando los siete minutos con un tono refinado.

Blanca sonríe y luego me mira.

– No. Estaba ayudando a Elena a poner orden.

Le ofrezco algo de mi comida y ella acepta la manzana, llevándosela a los labios. Vacila un momento, luego la muerde, y la fruta cruje en su boca con un sonido refrescante que deja prendada mi mirada sin que me dé cuenta. La manzana, verde como sus pendientes, aparentemente jugosa, casi puedo saborear su acidez; sus labios, aparentemente más jugosos aún, casi puedo evocar su sabor, también ácido, además dulce. Termino mi croissant sin ser consciente de nada más que de ella, comprendiendo el grado de sensualidad que puede llegar a existir en la forma de morder una manzana. Creo que sabe que la observo, que es consciente de todo lo que provoca en mí, pero no quiere mirarme y ello me hace encontrarla aún más fascinante. El cabello le cae por los hombros, ligeramente húmedo todavía por algunas partes, y se le mueve graciosamente cuando vuelve la cabeza hacia mí. Una infantil sonrisa aflora a sus labios al mirar los míos y se señala la comisura con un dedo. Yo la miro sin entender y ella sacude la cabeza.

– Tienes chocolate ahí.

Repaso con la lengua el lugar que me ha señalado.

– Ahí no, aquí –replica señalándolo en su propia boca.

Me limpio con el dedo otro lugar equivocado, esta vez a conciencia.

– ¿Ya?

– No me obligues a hacer la cursilada de las películas, por favor.

– No sé de qué me hablas.

Blanca frunce los labios en señal de contención, como hace siempre que se siente resignada a hacer algo contra su voluntad o admitir que no tiene razón. Finalmente lleva su dedo a mi boca y, después de limpiarlo de una sola pasada, invierte un par de segundos más en dejar que su yema acaricie la superficie de mi labio inferior, haciéndome cosquillas. Después retira la mano y la deja caer sobre su falda.

El cosquilleo fantasma sigue sobre mis labios hasta que, a mitad de camino, hacemos una parada de cinco minutos en la que dejamos vacío el autobús para desentumecer las piernas o ir al servicio. Ambas profesoras se dirigen al aseo y, cuando los primeros alumnos regresan al autobús, aprovecho para subir yo también y sentarme en el sitio de Blanca.

Esta llega la última junto con Elena y, al verme ocupar su asiento, se queda mirándome confusa mientras Elena se sienta con su hijo y yo sonrío. Ella me dedica una críptica sonrisa de lado al comprender y se dispone a sentarse en el que hasta hace unos minutos era mi asiento. Esta vez es su falda la que roza con mis rodillas y no me muevo ni un milímetro para facilitarle el camino, sino que disfruto viendo la odisea que le resulta llegar al otro lado. Cuando casi ha conseguido pasar por encima de mí la falda se le levanta ligeramente dejando al descubierto la parte interior de su muslo y el calor que me domina me hace plantearme por primera vez si ha sido mi mejor idea. Se sienta colocándose la falda y me mira con una expresión victoriosa mientras se la alisa con las manos. De pronto me invade una irrefrenable necesidad de besarla, pero me controlo.

– Estás siendo muy cruel conmigo hoy –dice con los ojos entrecerrados.

– ¿Yo? ¿Eso crees?

– Eso creo, sí –los ojos se le van de nuevo a mi escote medio segundo, restándole credibilidad a sus reproches.

Me encojo de hombros.

– Puedo serlo más.

– ¿Eso es una amenaza? –pregunta con una mirada que me hace sentir tímida de repente, pero le sigo la corriente.

– Puede ser. ¿Eso es un reto?

Blanca me mira unos segundos en silencio, con esa sonrisa contenida que tanto me gusta.

– Puede ser –se limita a contestar antes de acomodarse en el asiento con los brazos cruzados y mirando a través de la ventana.

También yo aparto la mirada, pensativa, pero unos minutos después el sentimiento de angustia que mi cuerpo parecía haber olvidado esa mañana comienza a invadirme gradualmente. Me examino las uñas tratando de dejar a un lado los recuerdos, los pensamientos que me acechan en la oscuridad de mi introspección, y lo consigo a ratos durante un tiempo, el tiempo que tarda el vehículo en sumirse en un silencio casi absoluto, el motor zumbando en la parte de atrás, unos pocos alumnos que hablan en voz suave y, todos los demás, incluidos Elena y su hijo, vuelven a verse arrastrados por la somnolencia que les produce el movimiento vibratorio de las ruedas y donde mucho tienen que ver las pocas horas de sueño de las últimas noches. 

Blanca también parece haberse dejado relajar por el ambiente, aunque sigue contemplando el paisaje bailar en el exterior, los árboles que vamos dejando atrás y los campos que parecen cambiar de color con el sol. No puedo ver sus ojos, tan solo un cuarto del perfil de su rostro. Una maraña de pensamientos se me enreda en la cabeza y los siento de pronto tan incomprensibles, tan contradictorios, tan difíciles de encasillar, que algo parecido al temor me recorre las extremidades. Como si Blanca pudiese oler mi temblor interno, se vuelve casualmente y ve que estoy mirándola, pero hasta ese momento no la veo realmente. Una leve arruga de confusión en su entrecejo no borra la natural sonrisa que me dedica. Consigo devolvérsela justo antes de sentir que va a preguntarme si me ocurre algo, y como un efecto placebo, me siento mejor. Sin esperarlo, ella coloca una mano sobre la mía, la envuelve con cariño y la acaricia con el pulgar. Después la retira y, mientras yo sigo su trayecto con la mirada, la deja apoyada sobre su falda de tonos purpúreos. Pongo mi atención en ella. No es de las que suele usar, de hecho diría que es relativamente nueva. Es bonita, suave y ligera. Siento la necesidad de confirmar su textura y alargo la mano tomando entre los dedos un trocito de tela. Muy suave. Noto la pierna de Blanca contraerse bajo mi tacto, lo cual no esperaba, y pensar que puedo hacerle sentir algo con el simple roce de la falda me hace sentir súbitamente excitada.

Abarco entonces una mayor parte de tela con la mano lentamente. No me preocupo demasiado en pensar en lo que estoy haciendo. No me preocupo demasiado en pensar en nada, y eso es justo lo que necesito. Mis dedos arrugan la falda despacio liberando parte de su piel dorada y Blanca se tensa enderezando la espalda. Al ver que no me detengo, me mira escandalizada.

– ¿Qué estás haciendo? –pregunta en un susurro mientras mira a nuestro alrededor alarmada.

Casi todos los ojos están cerrados y eso le alivia.

– ¿No me habías retado? –contesto.

Vuelve a mirarme, luego a mi mano, que sigue el recorrido hacia su rodilla, dejando un camino de líneas ligeramente blancas con las uñas. Eso le hace apoyar la espalda de nuevo en el asiento. Sin que ella desvíe la vista de ellos mis dedos llegan al hueso de su rodilla y dibujo círculos sobre ella, sintiendo su piel erizarse.

– Te has vuelto loca –susurra, pero no suena con tono de interrogante sino más bien de aceptación.

– Pues vuélvete loca conmigo.

– Pero es arriesgad...

– ¿No querías sentirte como una adolescente?

Ella ríe nerviosamente.

– Dime que pare.

Blanca guarda silencio y sonrío hacia dentro.

– Dime entonces que siga.

Mis dedos comienzan a subir lentamente desde la rodilla y sus muslos apretados se estremecen bajo mis yemas. Viendo que no me contesta me detengo y ella me mira con cierto reproche en los ojos.

– Estoy esperando...

Blanca se resiste, mujer de orgullo, pero yo no pienso seguir hasta que me lo pida. Y sé que lo hará, lo veo en sus ojos, en sus cuádriceps tensados, en los dientes que atrapan su labio inferior.

– Sigue –me pide con una pizca de desesperación al ver que tenía intención de apartar la mano.

– Sus deseos son órdenes –digo mientras regreso a mi labor.

Paseo por su piel tostada adentrándome entre sus piernas, ella las relaja y las separa unos centímetros mientras conduce el brazo al soporte de la ventana, apoyándolo en él como si le diera seguridad. Su piel es tan condenadamente suave como siempre y aumenta de temperatura a medida que me acerco al centro. Echa un vistazo rápido y aparentemente casual a su alrededor con nerviosismo, casi puedo escuchar los latidos de su corazón, y comprobar que nadie puede vernos le da luz verde para separar un poco más las piernas y dejarme acudir a lo que me está llamando a gritos.

El roce de mis dedos en su ropa interior la hace estremecerse en el sitio y el mismo escalofrío siento yo al notar la sutil humedad que empieza a hacerse patente entre sus piernas. Observo mi mano perderse bajo su falda, deslizarse entre sus curvas, acariciar lo que la fina tela permite. Luego la observo a ella, a la dueña de mi placer, echando la cabeza atrás, reteniendo un suspiro en la garganta, haciendo aumentar mis propias pulsaciones por minuto. La provocación que me sugiere estar en un autobús en marcha rodeadas de gente, en tensión, en riesgo, me excita como nunca pensé que lo haría, y me dejo dominar por ello apartando hacia un lado con un par de dedos su ropa interior y dejando libre la flor que se abrió para mí la noche anterior y que, aun sin ver, soy capaz de dibujar en mi memoria con todo detalle. Quizá es por eso por lo que cierro los ojos.

Con el primer contacto, Blanca junta las piernas como acto reflejo, atrapando mi mano entre ellas y abrazándola con el calor de sus muslos. Segunda caricia, vuelve a abrirlas, incluso un poco más que antes, dándome permiso y a la vez suplicándome al tiempo que el pecho se le hincha de aire y lo libera despacio. Mis dedos resbalan entre sus labios, se mueven caprichosos y danzarines, sin ignorar un solo pliegue, bordeando la fuente que invoca al placer, dedicándome después a ella misma, disfrutando de ver el empeño que Blanca pone en mantenerse callada y que parece estar resultándole tan difícil. Tiene las uñas casi hincadas en el soporte parcialmente acolchado de la ventana, el labio inferior tornándose blanco de la fuerza con la que está mordiéndoselo, no consiguiendo con ello otra cosa que la intensificación de mi deseo.

Jugando con ella, dentro de ella y fuera de ella, comienzo a percibir el velo que le nubla la cordura y el naciente pero leve balanceo de su cadera moviéndose conmigo, buscando en mí la compasión que me haga dejar de torturarla y llevarla a rozar el cenit con los dedos. Parece no importarle ya nada más, parece más bien haber olvidado dónde está. Me siento entonces poderosa, puedo hacer que Blanca se olvide de todo con un par de dedos y eso me da el pleno dominio de sus sentidos. La emoción me revolotea en el estómago, nadie está pendiente de nosotras, todo sigue en silencio, Blanca consigue ser tan silenciosa que me pregunto si lo ha hecho antes.

Mientras me recreo en la belleza de sus rosados labios entreabiertos y el campo de batalla sigue ardiendo bajo nosotras su mano va a parar de repente a mi pierna sin yo esperarlo y sus dedos se me clavan en el muslo, muy cerca de la ingle, tratando de expresar de esta forma los gemidos que debe callar. Uso entonces todas mis cartas, acciono el botón que enciende la última chispa y la más intensa, la que se extiende como la pólvora en todas direcciones y convoca el tan esperado espasmo que sacude su vientre con un temblor al tiempo que su cuerpo se encoge y sus piernas se cierran dejándome atrapada en su interior y ahogando un profundo gemido que logra transformar en un leve sonido gutural a través de los dientes que muerden el dorso de su propia mano.

– Hemos llegado –dice la voz del conductor antes de estacionar el vehículo.

Yo miro a Blanca, quien está respirando entrecortadamente.

– Él también –digo con una sonrisa irónica, a lo que ella responde con una risita nerviosa y llamándome estúpida.

Libera mi mano de entre sus piernas y la retiro con rapidez porque la gente ha empezado a despertar de su letargo. Blanca se coloca la falda con la misma prisa mientras los demás recogen para disponerse a apearse del autobús y luego descansa la cabeza en el respaldo, aún sin recuperar el ritmo de su respiración. Incluso mi propia respiración se ha visto alterada.

– No me puedo creer lo que acabamos de hacer –piensa en voz alta sin mirarme, arrancándome una sonrisa–. Estás como una cabra.

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