XLIX

Cuando salimos del restaurante la sonrisa sigue indeleble en los labios de Blanca. Caminamos mirando al suelo pero aun así es como si la viera. Un hombre choca con mi hombro y sigue su camino. Creo que ha murmurado una disculpa, pero es demasiado tarde, mi cerebro no la escucha, me paralizo, un tornado de recuerdos se acerca devastándolo todo a su paso y mi mente crea una escena inventada demasiado rápido para que pueda detenerla. Me hace imaginarme dándome la vuelta, mirando a ese hombre, encontrándome con sus ojos claros, fríos, moribundos, ebrios. «Tú», me dice. Todo lo demás fluye solo en mi memoria, ajeno a mí, ajeno a la realidad, una mano me agarra la muñeca y yo me suelto de ella bruscamente. Regreso a las calles, al restaurante chino que hemos dejado atrás, al volvo gris que está aparcado enfrente. Veo a Blanca mirándome fijamente, casi asustada, y me doy cuenta de que la mano que me ha agarrado, la que yo he rechazado automáticamente, era la suya.

– Lo siento –balbuceo.

– Estás temblando. ¿Te encuentras bien?

Asiento con la cabeza pero no logro transmitir mucha convicción. Blanca posa una mano sobre mi hombro con cautela, como si temiera tocarme.

– ¿Segura?

Asiento de nuevo. Me fijo en que, a espaldas de Blanca, un hombre se ha girado para mirarnos, o mirarme. Ella se da cuenta de que mis ojos se distraen en ese detalle y abre la puerta del copiloto.

– Venga, sube...

Obedezco y, una vez estoy dentro, me cierra la puerta y rodea el coche para subir por el otro lado. Cuando todas las puertas están cerradas, el ruido de la calle es amortiguado y el silencio me reconforta.

–Blanca, ¿puedo dormir en tu casa? –pregunto atrayendo toda su atención.

– Claro que sí, corazón –me responde colocando una mano en mi pierna y acariciándola cariñosamente.

No hace ninguna pregunta más en todo el camino. Sí hace de vez en cuando algún comentario, ya sea sobre el restaurante y lo mucho que le ha gustado, o sobre la carretera, o sobre la excursión, o...

– ¿De qué coño va ese tío? –exclama de pronto apretando el claxon un par de veces seguidas cuando un deportivo negro pasa por nuestro lado zumbando a toda velocidad–. ¿Te crees que vas solo, imbécil? Menudo capullo.

La situación me arranca una sonrisa.

– Lo has visto, ¿verdad? –me dice–. ¡Casi me deja sin espejo!

– Un auténtico capullo –corroboro observándola divertida.

– ¿Te hace gracia que casi me arranque un espejo o es cosa mía? –dice más sosegada.

– Me haces gracia tú.

– Ah, bueno, me dejas más tranquila.

Me río de su sarcasmo y siento el impulso de abrazarla, pero lo contengo.

– Así que me invitas a comer y después te ríes de mí –recapitula poniendo atención en la carretera.

– Me río de tu finura –aclaro.

– ¿Qué pasa? ¿Una es demasiado basta para la señorita?

– Pues claro, madame.

– Julia, Julia, no tientes a la suerte... –bromea uniéndose a mi risa.

Llegamos a su casa pasadas las cuatro y media. Noto que Blanca aún tiene por reflejo inquietarse antes de llegar a la puerta, revisar bien que no haya nadie, pero parece recordárselo a sí misma cada cinco segundos. Se descalza al atravesar el umbral y echar la llave y lo deja caer todo en el sofá, invitándome a hacer lo propio. Después se vuelve hacia mí y, aunque sonría, puedo ver la preocupación en sus ojos.

– Es pronto, si quieres podemos descansar un rato. Creo que a las dos nos hace falta –sugiere.

– Sí, está bien.

La sigo hasta su cuarto. Allí se deja caer sobre la cama como un peso muerto y yo me tumbo a su lado de cara al techo. No puedo quitarme de la mente las mismas imágenes. Mientras Blanca se mueve de un lado a otro buscando la postura, yo permanezco totalmente estática, hasta que finalmente decide acurrucarse de lado, mirándome. Siento unos dedos descansar sobre mi vientre tras una breve caricia.

– Oye –dice con voz suave–. Sabes que puedes contarme lo que sea...

El sonido del roce de las sábanas ha dejado de oírse para dar lugar a un silencio que ahora envuelve sus palabras, dotando a su voz de mayor profundidad, haciéndola sonar más rasgada al mismo tiempo que dulce, cálida, reconfortante. Asiento de forma casi imperceptible con la cabeza, las lágrimas amenazan con hacerse presentes pero rechazo su visita.

– No digo que tengas que hacerlo –sigue ella–. A veces es bueno compartir lo que nos atormenta, pero respeto tus tiempos, sólo quiero que sepas que voy a estar aquí.

La miro; tiene los ojos cerrados mientras habla. Su mano sigue sobre mis costillas, la envuelvo con la mía, me la acerco a los labios y la beso. No voy a llorar.

***

Despierto algo desorientada. Creí que no me quedaría dormida porque estuve despierta por una hora, mirando al techo, mirando a Blanca, que sí estaba dormida, mirando al techo otra vez. Pero parece ser que al final caí rendida.

Me vuelvo hacia Blanca. Tiene la espalda apoyada en el cabecero de la cama, las piernas dobladas y un montón de papeles sobre los muslos en los que, con un bolígrafo rojo, hace anotaciones. Tengo la sensación de que hay menos luz.

– ¿Qué hora es? –pregunto sorprendiéndome de la ronquera de mi voz.

– Van a ser las ocho –responde ella sin desviar la atención de su labor–. No sabía que cuando me has preguntado si podías dormir aquí hablabas en sentido literal.

Sonrío porque estoy demasiado adormilada aún para reírme.

– ¿Qué haces? –pregunto con curiosidad.

– Corregir exámenes.

– Sabía que habías mentido a ese chico –digo riéndome mientras me desperezo (o desperezándome mientras me río) y quedado hecha un ovillo a su lado.

– Creo recordar que no soy la única que deja las cosas para el último momento –dice divertida.

– No sé de qué me hablas –digo haciéndome la inocente.

– Tampoco sabías de qué te hablaba cuando te preguntaba algo en clase.

Me finjo ofendida y ella alza las cejas en una expresión de omnisciencia. Sus dedos dibujan tachones y números a la velocidad de alguien que tiene más que práctica en el asunto, pero yo la observo a ella. La pequeña arruga de su frente en señal de concentración, los labios apretados, las pupilas recorriendo en horrizontal las respuestas de quién sabe qué alumno. Sus expresiones pasan por diferentes emociones, desde la confusión, la aprobación o la sorpresa, hasta la decepción, el enfado o la negación. Tiene un pequeño montón de papeles a un lado donde va dejando los exámenes corregidos. El cabello le cae por un lado mientras en el otro está recogido tras la oreja, y la falda se derrama suelta sobre las sábanas dejando entrever una sombra bajo sus piernas dobladas que abre las puertas a la imaginación.

Me levanto de la cama y voy al salón guiada por una voluntad repentina, busco entre mis cosas y regreso a la habitación con mi cuaderno. Me siento a los pies de la cama con las piernas cruzadas, casi en la esquina opuesta a la que se encuentra Blanca. Ella levanta la vista de los papeles dejando una frase sin concluir y me mira con curiosidad.

– ¿Qué vas a hacer? –pregunta con media sonrisa.

– Tú sigue a lo tuyo –digo esbozando a mano alzada los primeros trazos a lápiz.

– ¿Me vas a dibujar? –dice con una nota de asombro y una amplia sonrisa de las que nunca puede ocultar.

Afirmo con la cabeza y ella me parece de pronto timidísima, como si se metiera dentro de su caparazón, y devuelve la vista a los exámenes con las mejillas sonrosadas y una sonrisa que recuerda a una niña vergonzosa. Yo me dedico a observar, plasmar, observar, plasmar, observar, observar, borrar. El rostro de Blanca recupera poco a poco su concentración y después de minutos en silencio, arruga el entrecejo.

– ¿Cervantes? –exclama–. ¿Quién ha sido el que me ha puesto que el Cantar de Mio Cid es de Cervantes? –le da la vuelta a la hoja para comprobar el nombre del alumno–. ¡Quién si no! Pero ¿cuántas veces he repetido esto? Con lo pesada que soy.

– Doy fe –apoyo, su reacción me ha hecho gracia.

– Dime que aún te acuerdas de quién era el autor.

– Desconocido –contesto regresando a mi dibujo.

– ¡Es anónimo! –me da la razón–. ¡Este curso despierta mi instinto asesino!

– Todos los cursos despiertan tu instinto asesino –corrijo entre risas.

Ella no se molesta en desmentirlo y prosigue con la corrección, concentrándonos las dos en nuestras respectivas labores.

– Gracias, Clara –comenta en voz alta un rato después–, por ser la única que ha contestado bien a esta pregunta y darme un respiro de querer mataros a todos.

– Querer matar gente es agotador –apunto sin apartar la vista de mi cuaderno.

– Desde luego.

Media hora más tarde estoy ultimando los detalles cuando Blanca suelta un bufido y deja el montón de papeles a un lado sobre la cama.

– Me rindo. Necesito comer algo. Leer sinsentidos me absorbe la energía –se queja disponiéndose a levantarse.

Ha roto bruscamente la imagen que tal fielmente estoy copiando así que yo también dejo de dibujar. Ella rodea la cama apareciendo por detrás de mí.

– ¿Puedo verlo?

Yo lo escondo con las manos.

– Luego te lo enseño.

Blanca muestra un intento de sonrisa contenida y me hace un gesto para ir a la cocina. Esta vez no insisto en hacer una comida saludable porque me mandaría a tomar viento y porque en realidad a mí tampoco me apetece, así que nos preparamos unos sándwiches al horno y nos dedicamos más tiempo del que necesitamos para cenar. Después, Blanca descubre con enorme alegría que le queda helado en el congelador y no tarda ni dos segundos en abrir el bote, incrustarle dos cucharas sin ninguna piedad y sentarse conmigo en el sofá.

Lo compartimos viendo la televisión. Nada realmente interesante; después de hacer zapping dejamos un programa de comedia. Creo que a ninguna de las dos nos importa qué ver, porque nos sentimos cómodas con la simpleza del plan, cerca la una de la otra y al mismo tiempo pensando cada una en cosas diferentes, porque sé que también ella está dándole vueltas a algo, y así permanecemos hasta que, en medio de las risas enlatadas donde estaba planeado que el espectador riese, Blanca me pone una mano en el brazo.

– ¿Me enseñas el dibujo? –me pregunta con ojos ilusionados.

Asiento (no puedo decirle que no a esos dos luceros oscuros y esos dientes blancos perfectamente alineados) y vamos a la habitación. Enciendo la lamparita pequeña porque ha oscurecido y dejo que ella misma coja el cuaderno, que está bocabajo sobre las sábanas. Le da la vuelta aspirando una expresión de asombro y abriendo la boca en una sonrisa de oreja a oreja al verse a sí misma dibujada.

– Vaya –murmura maravillada.

– No hace falta que exageres tanto –me ruborizo.

– Me encanta... ¿No tengo pies?

– No tienes pies porque tu lado homicida te ha pedido comida antes de que pudiera terminar de hacerlos–explico con naturalidad.

– Tengo que acabar de corregir –dice entregándome el cuaderno de vuelta y regresando a su posición en la cama–. Así me dibujas los pies.

Sonrío y me pongo a ello. Termino poco después, podría decirse que ahora sí está concluido. La observo durante el tiempo que tarda en mirarme.

– ¿A ver?

Se lo enseño y ella da su visto bueno.

–Muy bien, con este dibujo ya has pagado tu estancia aquí esta noche.

– Ah, mi compañía no era suficiente –replico haciéndome la ofendida.

– Claro que no, ¿eso creías? –me sigue el juego.

– Bueno, yo tampoco busco tu compañía –contraataco–. Sólo estoy aquí porque llevo puesta tu camisa.

Ese comentario la distrae de su tarea por un segundo, pero enseguida vuelve a ella.

– ¿Ah, sí? Pues quítatela y vete.

– No me has dejado sujetador –le recuerdo.

Esta vez levanta la mirada de las hojas y se le va sola a mi pecho, después a mis ojos.

– Se me olvidaba que te he prestado más cosas que me tienes que devolver –dice en un tono de voz ligeramente más bajo.

Un cosquilleo me recorre la raíz del pelo y de pronto soy consciente de que estamos separadas por un metro de distancia, en la misma cama, ella semi acostada, yo sentada con las piernas cruzadas.

– Así que te lo tengo que devolver.

– Claro –contesta ella obligándose a mirar las hojas.

Cambio de postura y me dejo caer tendida bocarriba a su lado a la altura de su ombligo. Si miro hacia arriba puedo leer también el examen. Araño suavemente con un dedo la tela de su falda, como si dibujara en ella pequeñas líneas con la uña distraídamente.

– Y... Así por tener una idea, ¿cuándo quieres que te lo devuelva?

– ¿Estás intentando provocarme? –dice sin dejarse llevar.

– No... ¿Por qué? ¿Te estás sintiendo provocada?

Presiento que una media sonrisa se forma en los labios de Blanca, escudada por el pelo que no me deja verla.

– No –contesta apartándose de un soplido un mechón.

– Ningún malentendido entonces.

Lo cierto es que me divierte mucho hacerle eso. Sigo dibujando líneas aleatorias en su falda hasta que el súbito movimiento de su cuerpo me pilla desprevenida.

– A tomar por culo, quiero que me lo devuelvas ahora –dice dejando caer las hojas a un lado y pasando una pierna a cada lado de mi cuerpo.

La miro desde abajo, ella sentada en mi vientre, inmovilizando mi cuerpo entre sus muslos, y el fuego asciende a mis mejillas.

– Oh, Dios. ¿Por qué me haces esto? –dice ocultándose la cara con las manos como si estuviera avergonzada.

– ¿Le dices a Dios o a mí? –consigo hablar, el corazón me late con fuerza.

– A ti –contesta ella con desesperación–. Siempre eres tú.

– Pero ¿qué es lo que hago...?

No puedo terminar la frase porque se dobla lanzándose a mi boca. Antes de que pueda siguiera rozar el interior de su labio con la lengua se separa para seguir hablando.

– Esto, esto haces. Esto me haces. Me haces... –Vuelve a besarme y esta vez puedo enredar una mano en su pelo–. Me haces... No sé cómo explicarlo. Haces que no pueda controlarme. Me haces... Sentir.

Siento una explosión en el pecho con cada palabra que añade a su discurso atropellado, intermitente y nervioso, inundándome de deseo. La atraigo hacia mí y bebo de sus labios como del agua en un oasis.

– Puedes coger lo que sea tuyo –susurro a milímetros de su boca.

Blanca titubea mirándome a los ojos, después conduce sus manos lentamente hasta el cuello de mi camisa, lo agarra entre los dedos bajando hasta el primer botón, que desabrocha con facilidad, y va viajando de botón a botón, liberando de la tela mi pecho tembloroso, hasta que desabrocha el último y, con la delicadeza que esperaba de ella, aparta ambos lados de la camisa para dejar al descubierto mi busto desnudo. Lo contempla respirar profundamente y yo la contemplo a ella preguntándome qué he hecho para merecerla. No me deja pensar por mucho tiempo, ya que sus manos no tardan en recorrer mi piel levantando un campo erizado a su paso desde las costillas hasta el esternón y sostienen mis senos adaptándose a su forma y provocando que me muerda el labio. Regresa a mi boca pero, en vez de besarme, roza mis labios con los suyos y luego los ignora para bajar hasta mi cuello. Se me cierran los ojos y echo la cabeza atrás mientras ella besa cada lugar, una clavícula, después otra, el valle de mi pecho, después se acerca a uno de ellos, lo besa, se acerca al otro, lo rodea con la punta de la lengua dejando un sendero húmedo circular que lo hace más sensible que el resto de la piel, termina en forma de beso, regresa al primero, lo lame abiertamente, sin hacerse más de rogar, lo atrapa, lo suelta, los turna, me arranca un gemido.

Como un impulso la tomo de los brazos, en los que está apoyándose, y ruedo dejando su cuerpo debajo del mío. Ella parece encenderse aún más pero, después de un largo beso en el que reconocemos cada esquina de nuestras bocas sintiendo que una lumbre comienza a calentarse bajo el colchón, sube las manos desde mi pecho a mis clavículas.

– Hay algo más que tienes que devolverme –dice respirando con dificultad.

– No sé si recuerdo qué.

Este vez ella es la culpable de que rodemos de nuevo por el colchón y yo vuelva a terminar indefensa bajo su control, tirando por el camino gran parte de las hojas de los exámenes que se encontraban sobre la cama.

– Espero que no los tuvieras ordenados –comento al escucharlos caer al suelo.

Blanca desabrocha el botón de mis vaqueros y elevo la pelvis para que pueda deshacerse de ellos, dejando al descubierto su ropa interior negra.

– Ah, te referías a eso –digo fingiendo un casual interés.

– Además, yo también te debo algo –añade con un cierto tono misterioso que me pone a cien.

Pensaba responder a eso, pero se me corta el habla cuando me hace separar las piernas. Un absurdo miedo mezclado con cierto pudor, también absurdo, hace que mis movimientos sean de repente más lentos, como si una parte de mí quisiera retrasar ese momento que aún no había llegado y que yo deseaba terriblemente pero que ahora me resulta ridículamente inesperado. Blanca agarra entre los dedos el borde de la tela y tira de ella despacio.

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