XLII

Desalojamos el autocar y espero en la calle a que todos los alumnos tengan su equipaje mientras Elena y Blanca ponen orden. Me dedico a contemplar el lugar donde al parecer vamos a pasar la noche. Es un complejo de apartamentos de apenas dos pisos aparentemente en medio del campo, no debe de haberles costado mucho dinero, pero lo cierto es que no está mal.

– ¿Estáis todos? –pregunta Elena alzando tanto la voz que se convierte en una irritante voz de pito–. Vamos a entrar ya, así que haced el favor de comportaros.

Diría que el cincuenta por ciento de los alumnos está prestándole atención, pero el grupo de los que deduzco son los jóvenes más difíciles de manejar de la clase está a su aire, empleando un volumen casi más alto que el de la profesora.

– A ver, vosotros –les llama la atención Blanca, con una voz tan alta y firme que todos nos sobresaltamos–. Dejad de hacer el imbécil y venid para acá.

Los muchachos se callan enseguida y se unen al resto del grupo, algún valiente atreviéndose a hacer comentarios en voz baja. La escena me da tanta nostalgia que no puedo esconder la sonrisa traicionera que me invade los labios. Hacía tanto tiempo que no veía esa faceta de Blanca, la de profesora imponente que puede hacer temblar a una clase entera con una sola mirada, que casi la olvido. Siempre he sabido que se trataba simplemente del papel que ella misma se había creado para hacerse respetar entre los alumnos –olvidaba que sabía actuar tan bien–, pero ahora que la conozco mejor no deja de impresionarme el contraste entre sus dos mitades.

Entramos al edificio, Blanca y Elena las primeras, el hijo de Elena y yo con ellas, y una nube de murmullos que nos sigue. El hombre que se encuentra detrás de la mesa de recepción se levanta para darnos la bienvenida con una cordial sonrisa en la cara. Mientras las profesoras hablan con él, los demás se acomodan en los sillones, charlando. Blanca se acerca a la mesa para rellenar algunos papeles y Elena se dirige al grupo.

– Chicos, vamos a repartir las llaves de los apartamentos. Juntaos por compañeros de habitación y formad una fila aquí. Cuando tengáis la llave podéis subir a dejar las cosas y en un cuarto de hora nos vemos aquí otra vez.

Ellos obedecen, movidos por la excitación, y el recepcionista va entregándole las llaves a Elena y a Blanca. La sala va quedándose vacía a medida que los alumnos corren a sus apartamentos y, después de los últimos, el hombre se dirige a nosotras.

– Dos por aquí –dice con voz cantarina tendiéndole una llave a Blanca y otra a mí–, y una para vosotros, creo recordar que compartís habitación.

– Sí, es mi hijo –contesta Elena cogiendo la llave.

El recepcionista se despide con un asentimiento de cabeza y nos dirigimos a nuestras habitaciones. Recorremos los pasillos y miro en el dorso de la llave el número de la mía. 206. La busco con la mirada preguntándome cuál será la de Blanca. Cuando la encuentro, me entretengo en abrir la puerta para poder ver cómo Elena y su hijo se quedan en una habitación de las que están enfrente de mí. La de Blanca es la 208, justo la contigua a la mía. Me permito entonces terminar de abrir la puerta y ambas la cerramos casi a la vez.

La habitación es más acogedora de lo que imaginaba, bastante amplia para una sola persona y parece imitar el interior de las cabañas de madera. Hay una vela a cada lado de la cama, además de las lámparas, y me pregunto cuántos años de antigüedad tiene ese pueblo. Saco de la mochila lo indispensable y la dejo sobre la cama, no voy a deshacerla para dos noches, le echo un vistazo al cuarto de baño, me arreglo el pelo con los dedos frente al espejo y salgo para reunirme con los demás en el recibidor.

Un rato después llega Blanca y, entre las dos, nos explican que vamos a visitar una zona del pueblo en la que se hallan ruinas de siglos atrás. En menos de diez minutos estamos de nuevo en el autocar de camino a las ruinas y, sólo un cuarto de hora después, un guía muy expresivo nos las está enseñando. Es una visita larga pero se hace corta. Cada vez que busco con la mirada a Blanca ésta se ha escurrido entre la gente y tardo en localizarla, en un rincón, escuchando la explicación mientras analiza con ojos concentrados las ruinas que tiene ante ella, sin apenas mirar al guía, intercambiando de vez en cuando algún comentario con Elena, mandando callar a algún que otro alumno, desapareciendo otra vez, apareciendo después a mi lado y acercándose a mi oído para contarme alguna curiosidad sobre el lugar, algún dato que se le escapa al guía, siempre de brazos cruzados, en una expresión de control, ella conoce cada palabra que sale de los labios del hombre que habla como si estuviera contando un cuento de terror. A veces soy yo la que se acerca a ella y, sin mirarme, arrima la oreja a mi boca para escuchar mi pregunta, inclinando la cabeza hacia arriba porque lleva zapatos planos, y resuelve mis dudas también en voz baja, siempre siguiendo ante los demás nuestro rol de profesora y alumna, y me divierte esa situación que al fin y al cabo es un juego.

Después de comer, los chicos tienen una hora de tiempo libre aprovechando que el restaurante está cerca de una explanada que ellos enseguida convierten en un campo de fútbol, improvisando un balón con una lata vacía. Mientras tanto, estoy sentada en exterior de una heladería con Blanca, Elena y su hijo. Éste último no habla nunca, a no ser que tenga que referirse a su madre por algún motivo, y en cuanto se termina el helado corre a unirse al juego de los demás. El sol calienta cada vez más a pesar de que una gran sombrilla protege nuestra mesa, y mis manos viajan como reflejo al nudo del pañuelo que tengo en el cuello, desatándolo. Mi cerebro congela la orden haciendo que mis dedos se detengan cuando las imágenes de hace tres noches acuden a mi mente, la vena abultada en el cuello de Mario, sus manos aprisionando mi garganta.

– ¿Estás bien? –me pregunta Elena haciéndome reaccionar.

Retiro las manos del pañuelo dejándolo en su sitio.

– Sí –contesto.

Pero el calor empieza a ser insoportable. Blanca me mira con atención.

– ¿Seguro? –insiste Elena–. Te has puesto pálida.

Escucho su voz más lejana, como embotellada.

– Estoy un poco mareada –admito y, justo después de terminar la frase, todo da un giro a mi alrededor y noto mi cuerpo pesado como el hierro.

Cuando mi visión, totalmente negra, va aclarándose, noto unos brazos a cada lado de mis hombros que me sujetan. Alguien me echa la cabeza hacia atrás, sosteniéndola delicadamente con una mano mientras con la otra me aparta el pelo y me abanica. Abro los ojos y me encuentro del revés con la cara de Blanca, como un ángel a contraluz.

– ¿Te encuentras mejor? –pregunta sin dejar de darme aire con la mano.

Asiento con la cabeza y Elena aparece con una botella de agua fría. Me enderezo acomodándome en la silla y bebo agua despacio, sintiéndome con más fuerzas. Blanca sigue acariciándome el pelo.

– Es que este calor es insufrible –comenta Elena–. Quédate la botella, tienes que beber mucha agua.

Le doy las gracias y, pasados unos minutos, me encuentro mucho mejor. Aun así, Blanca no se ha movido, sigue de pie detrás de mi silla, jugando con mi pelo mientras conversa con Elena, y yo me encuentro mejor que bien, pero no digo nada porque quiero permanecer así, sintiendo sus dedos haciendo de peine, recorriendo mi cabello desde arriba hasta las puntas, agrupándolo todo como si fuera a hacerme una coleta, dejándolo libre después, todo despacio, con destreza y a la vez de forma casi inconsciente.

Cuando termina el tiempo libre, nos levantamos para irnos. Blanca me ofrece la mano y me ayuda a levantarme. Yo le digo divertida que estoy bien, que sólo ha sido un mareo, pero no me hace caso. Me resulta graciosa su forma de auxiliarme por algo sin importancia, pero a la vez me da ternura.

La mayor parte de la tarde la pasamos en un museo. Ni qué decir cabe que lo disfruto mucho, probablemente más que cualquiera de los alumnos allí presentes, porque Blanca hace de guía y sus explicaciones me dejan absorta. La escucho con la atención de una niña a la que le cuentan un cuento, los ojos brillantes de emoción, y cuando la visita termina y miro el reloj me sorprendo de que haya pasado tanto tiempo.

Un rato antes de cenar, de vuelta en los apartamentos, descubrimos que el patio interior tiene una piscina. Los chicos se emocionan mucho con la idea de poder usarla y Elena, para la que claramente la existencia de una piscina es una complicación añadida a un viaje de quinceañeros, intenta disuadirles diciendo que no estará preparada para utilizarse. Un alumno avispado le pregunta al recepcionista si es eso cierto y, para desgracia de Elena, quien advirtió a todo el mundo de llevar traje de baño por si acaso pero que en el fondo esperaba no tener que sacarlo de la maleta, él le dice que no hay ningún problema en usar la piscina. Ante la presión de los chicos, que vitorean y preguntan si pueden ir en ese mismo instante, la profesora acaba diciéndoles que iremos un rato a la mañana siguiente.

Esa noche, Blanca y yo nos despedimos con una simple mirada antes de encerrarnos en nuestras habitaciones. Algo en sus ojos enciende una chispa de calor en mi pecho, como cada vez que me habla con la mirada, y no estoy segura de saber interpretarla. Me dejo caer en la cama, agotada. No sólo estoy cansada físicamente, sino también por el hecho de tener que fingir que sigo comportándome como una antigua alumna de Blanca que está ahí sólo para aprender. Ese juego que debemos mantener y que mantenemos con miradas, sonrisas, gestos ambiguos, me ha llegado a excitar y agotar a partes iguales.

Por eso, me pongo el pijama y me meto en la cama. A pesar de todo, soy incapaz de dormir. No puedo quitarme de la cabeza imágenes aleatorias del transcurso del día, su imagen. Apago la luz como si así mi mente también pudiera quedarse a oscuras, pero su forma de comerse el helado se reproduce en mi memoria como un disco rayado, una y otra vez, hasta que mi propio subconsciente empieza a incluir detalles inverosímiles. Al principio, sólo era Blanca tomando helado, después me mira, después me mira de forma sensual, después me mira de forma lasciva, y recoge con la punta de la lengua un poco de nata que le mancha la comisura de la boca.

El calor que empieza a invadirme me impulsa a empujar de un manotazo las sábanas que me cubren hasta el cuello y dejar así mi cuerpo libre en contacto con el aire casi inexistente de esa habitación. Algo me lleva a aguzar el oído y escucho unos ruidos por detrás del cabecero de la cama, a otro lado de la pared. Me concentro para oír movimiento en los cajones, en los armarios, incluso reconozco el sonido de la puerta del minibar. Sonrío al imaginar a Blanca revolviéndolo todo. También debe de estar teniendo problemas para conciliar el sueño y se dedica a inspeccionar cada rincón del apartamento. Me incorporo quedando sentada sobre la almohada y me pego a la pared, escuchando con atención.

De pronto, como si un hada acabase de pasar volando sobre mí y me arrojara un puñadito de sus polvos mágicos, mi mente se esclarece y comprendo al instante la última mirada de Blanca. Y, como si de repente mi colchón se hubiera convertido en una cama de fuego, me levanto sin pensármelo más, sin poder resistirlo más, y me dirijo a la puerta.

La abro tratando de hacer el menor ruido posible y salgo descalza a un pasillo únicamente iluminado por las ambarinas luces de emergencia. De puntillas recorro el trozo de moqueta que separa la habitación de Blanca de la mía y, asegurándome de que nadie me observa, doy unos toquecitos suaves en su puerta y el ruido que anteriormente escuchaba al otro lado se extingue.

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