XLI

Durante todo el fin de semana tengo claro que voy a contarle a Blanca lo sucedido. Y sin embargo, la noche antes de la excursión, me entra el miedo. ¿Cómo podría sentarle? Prefiero no arriesgarme a su desaprobación ni darle motivos para que se preocupe. Quiero que vea en mí un lugar seguro, quiero transmitirle tranquilidad, no lo contrario. Además, después de cómo terminaron las cosas el último día, ni siquiera sé cómo voy a encontrármela cuando la vea, así que decido que lo mejor es omitir esa información por el momento.

Entre eso y el no poder dejar de darle vueltas a su "necesito pensar" me cuesta dormirme.

A las nueve de la mañana, pasados siete minutos de la hora a la que teóricamente había que estar allí, llego a las puertas del instituto con una mochila al hombro. El autocar espera aparcado aunque con el motor en marcha a que suban los últimos alumnos y los nervios me agarran el estómago de repente, disipando cualquier rastro del sueño que me ha condenado a moverme tan terriblemente despacio esta mañana. En unos segundos paso de estar frotándome un ojo a discernir en mi interior tantos miedos que, sin querer, camino más despacio. Hasta ese momento no se me ha ocurrido que Blanca no pueda ir a la excursión, por cualquier motivo, y otro profesor la sustituya, o que, peor aún, sí vaya y a mí no me esté permitido acompañarles. También me preocupa su primera mirada hacia mí, la que creo que será un reflejo de los resultados de esa frase que ha durado en mi cabeza cuatro días.

El único que queda por subir al autocar es un estudiante delgado y endeble que carga con una maleta pequeña, pero cuando llego a su altura ya lo ha hecho. Escuchar la voz de Blanca en el interior del vehículo pronunciando en voz alta y clara los nombres de cada alumno para asegurarse de que no falta nadie me tranquiliza y me inquieta a partes iguales. Antes de poder decidir subir al autocar escucho una voz a mis espaldas.

– ¿Vienes a la excursión?

La reconozco y me giro para encontrarme con Elena, la profesora de historia.

– Hombre, Julia, cuánto tiempo –me saluda con un tono de voz que me resulta demasiado entusiasta para la hora que es.

Le sonrío como respuesta. Aunque hubiera querido decir algo, me habría interrumpido.

– Es verdad, me dijo Blanca que vendrías –recuerda con una sonrisa–. ¿Quieres dejar la mochila en el maletero?

– No, está bien. Sólo llevo esto.

– Pues puedes subir. Vamos a salir ya –me apremia con un gesto.

Obedezco pensando que nunca entenderé el exceso de vitalidad a primera hora de la mañana, respondo al saludo del conductor y me giro de cara al pasillo, con el corazón en un puño. Blanca está sentada en la primera fila de la derecha, a tan sólo un par de metros de mí, en el asiento que da al pasillo, y el resto de la gente pasa a un segundo plano cuando la veo, incluso siento que las caras se enturbian y el sonido de sus voces se amortigua. Lleva una chaqueta de color verde pistacho y una falda con un estampado de formas indefinidas. No me mira, porque está diciéndole algo a un niño que está sentado en la primera fila de la izquierda que tendrá tres o cuatro años menos que yo, igual que todos los demás. La mitad del pelo le cae hacia un lado de la cara mientras la otra mitad está acomodada detrás de su oreja, y todo ello la dota de un brillo que me hace olvidar por un momento mis preocupaciones y me da ganas de sonreír. Como si me hubiera leído la mente, ella responde con una sonrisa a algo que el niño le ha dicho y, justo después, me mira.

Entonces el tiempo recupera su velocidad normal y, antes de que pueda decirle hola, siento las manos de Elena a ambos lados de mi cuerpo, pidiéndome que me aparte. Lo hago por inercia y ella toma asiento al lado del niño, que se ha movido al lugar que está pegado a la ventana para dejar a su madre conversar con Blanca con la única separación del pasillo.

Dándome cuenta de mi pasividad, despego los pies del suelo dando un paso y observo más tiempo del que pretendía el asiento vacío al lado de Blanca. Enseguida desvío la mirada hacia el final del autocar y advierto que apenas hay unos quince alumnos desperdigados sobre todo por la parte de atrás; todos los demás asientos están desocupados.

– Siéntate aquí –habla Blanca y tardo en entender que me lo está diciendo a mí.

La miro a ella y a su asiento contiguo alternadamente y después al resto de sitios vacíos. Su tono de voz es natural y su mirada también.

– Siéntate aquí, no seas boba –insiste levantándose para dejarme pasar.

– Vale.

Por alguna razón me siento más tranquila. Ocupo el lugar junto a la ventana y dejo la mochila a mis pies, aunque sigo notando el corazón golpeándome el pecho con fuerza.

Mientras Blanca vuelve a sentarse y sigue hablando con Elena, apoyo la espalda en el asiento y clavo la vista al otro lado de la ventana. Tenerla tan cerca sigue haciéndome temblar de nervios como una cría y tengo que esforzarme por mantener encerrada la sonrisa tonta que se empeña en adueñarse de mis labios. Sea lo que sea lo que haya pensado durante estos días, no parece molesta conmigo y eso me ayuda a verlo todo más emocionante.

El autocar cierra sus puertas y, minutos después, estamos recorriendo la autovía. Cuando Blanca deja de hablar con Elena se vuelve hacia mí para preguntarme qué tal estoy en apenas un susurro. Yo le contesto que bien, y me pierdo en sus ojos castaños bañados por la luz del sol que atraviesa el cristal, ¿y tú?, y me doy cuenta de que estamos más cerca de lo que esperaba, bien, me contesta, luego sonríe, luego deja de sonreír y se limita a mirar por la ventana. Yo la miro a ella. La veo de forma diferente después del encontronazo con Mario, después de conocer su violencia, como si esa belleza suya que tanto creí conocer se revirtiera ante mí, para mí, y ya no sólo fuera una belleza natural, madura, externa, sino también la belleza de las mujeres fuertes que se creen débiles.

– ¿Qué miras? –me pregunta sin apartar los ojos de la ventana, con un tono de voz bajo a pesar de que hay más gente hablando y probablemente nadie la escucharía.

– Nada –contesto, también sin apartar los ojos de ella.

– No puedes no mirar nada –replica en el mismo tono, con la cabeza apoyada en el respaldo– a no ser que tengas los ojos cerrados.

– ¿Cómo sabes que no los tengo?

Ella espera unos segundos, sus labios se curvan muy levemente, cae en mi juego, me mira, sonríe sólo con los ojos, vuelve a mirar los árboles que corren por la ventana como el carrete de una película, reconstruye su pregunta.

– ¿Por qué me miras?

Porque sé que quieres sonreír pero no lo haces para ponerme nerviosa, porque tengo ganas de acariciarte las ojeras que te acunan los ojos, porque estás tan cerca que huelo a flores, porque quiero besarte, porque bastante me está costando no hacerlo como para renunciar también a mirarte.

– ¿Te molesta? –pregunto en cambio.

Ella tarda en responder. Sus ojos se mueven al compás del paisaje, sus mejillas se colorean.

– No.

Yo tardo en responder.

– ¿Te da vergüenza?

Blanca guarda silencio. Después, como si el sol le quemara la cara, se gira hacia el lado contrario, se refugia en la excusa de preguntarle algo a Elena, se enzarzan en una conversación superflua, y yo sonrío hacia dentro.

Saco de la mochila mi cuaderno de dibujo y un bolígrafo negro y me dejo en los brazos de la inspiración mientras hago garabatos que, a veces, son cosas. Unos cinco minutos después, me siento observada.

– La sombra tiene que estar aquí –dice señalando la parte contraria a la que estoy haciendo–. Porque el foco de luz vendría de aquí. ¿Lo ves?

Levanto el bolígrafo del papel fijándome con atención en lo que me acaba de señalar.

– Perdona –se disculpa entonces–. Me sale la vena de profesora.

– No, dime. Me gusta tu vena de profesora –digo sin pensar.

Ella se queda un momento callada, como pesando mis palabras, sin imaginarse que en realidad nunca ha dejado de ser mi profesora, que nunca va a dejar de serlo porque siempre está enseñándome cosas, algunas tienen que ver con el dibujo, algunas no. Después vuelve a señalar el papel y prosigue con su explicación. Cuando estoy intentando corregirlo, un bache en la carretera me hace rayar la hoja sin querer.

– Eso ya no se puede arreglar –dice entre risas, contagiándome de ellas.

Paso la hoja con resignación y le ofrezco el cuaderno, ella lo acepta junto con el bolígrafo por puro instinto, como si le hubiera pedido que lo sostuviera un momento.

– Haz tú algo.

A ella le cambia la cara en un repentino ataque de timidez, pero lo maquilla con su actitud de siempre y me devuelve el cuaderno.

– Anda ya.

– ¿Por qué no? –pregunto más intrigada que decepcionada.

– Porque no, toma, petarda, cógelo, que es tuyo.

Lo tomo de sus manos relajando los hombros en un gesto de derrota.

– Además, ¿a quién se le ocurre dibujar en un vehículo en marcha? –aunque suena a queja, sé bien que es una excusa que se pone a sí misma y, de paso, a mí.

Veinte minutos de viaje después, sólo se escucha el zumbido del motor y las ruedas recorriendo la carretera. Deduzco que algunos de los alumnos se han dormido, al igual que el hijo de Elena, apoyado en el cristal de la ventana, y a la propia Elena, que se le empiezan a cerrar también los ojos. Lo cierto es que la sensación flotante del movimiento del autocar adormece.

Blanca se acomoda en el asiento, con los ojos cerrados desde hace rato, cruzando los brazos sobre su vientre, y poco a poco su cuerpo va perdiendo fuerza y su cabeza resbala lentamente hasta quedar apoyada en mi hombro. La miro desde arriba, entre sorprendida y enternecida. Su cabello me hace cosquillas en la nariz. Tenerla así me hace cosquillas en el estómago. Yo caigo en las redes de Morfeo un poco más tarde, pero también me vence, y hasta que no llegamos a nuestro destino no nos despertamos. Cuando lo hacemos, nos fijamos casi a la vez en que nuestras manos están cogidas, nos deshacemos rápidamente del agarre de la otra, igual de desconcertadas, miramos a nuestro alrededor, comprobamos que nadie nos ha visto, respiramos, sonreímos sólo con los ojos.

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