XL
– ¿Estás mejor? –le pregunto cuando observo que su cuerpo ha dejado de temblar.
Blanca dice que sí con la cabeza, aunque sabe que me va a costar creerla. Se remueve en el asiento antes de levantarse con movimientos torpes y me aparto para facilitárselo.
– Estoy cansada –dice sin mirarme–. Creo que voy a dormir.
Contesto con un inútil asentimiento de cabeza y me pongo en pie después de ella, observando, sin saber bien qué hacer, cómo coloca los almohadones del sofá, lo que acabo interpretado como una forma de rehuir mi mirada.
– ¿Quieres que me vaya? –pregunto al comprenderlo.
Ella tarda un rato en mirarme, pero finalmente lo hace y me fijo en que, por una vez, las cosas dentro de su cabeza no parecen estar tan claras.
– No me molestaría –agrego.
Casi puedo ver sus muelas mordisqueando el interior de sus mofletes al otro lado de sus labios apretados.
– Necesito pensar –se limita a responder.
Aunque esperaba una respuesta similar, no puedo evitar escuchar un chasquido, como de cristales rotos, dentro de mi pecho. Asiento de nuevo en un intento por camuflarlo y trato de dedicarle una sonrisa que resulta truncada en una mueca breve y temblorosa. De inmediato recojo mis cosas y me pongo la chaqueta, sin darme tiempo a mí misma de escuchar mis propios pensamientos. Por algún motivo me cuesta soportar su mirada. Me acompaña a la puerta con pasos inseguros; parece que a ambas nos queman los ojos de la otra.
Antes de cerrar la puerta conmigo al otro lado, Blanca me dedica una sonrisa, frágil, de despedida, de disculpa, y yo se la devuelvo, sincera, comprensiva, piadosa, porque mi deseo de que ella esté bien está por encima de lo mal que pueda sentirme conmigo misma.
– Buenas noches.
– Que descanses, Julia.
Necesito pensar. Cualquier otra respuesta, cualquier otra forma de ordenar las palabras en una frase, me hubiera dado menos miedo.
***
Ese viernes Blanca no se presenta en clase por motivos laborales, según la secretaria de la academia. Deduzco que alguna reunión importante del instituto o un claustro de profesores. En parte, la noticia me alivia, aunque la razón no es otra que mis propios miedos internos.
Aun así, decido quedarme y paso las dos horas de clase con Sara y Nico, quienes me proponen salir esa noche y me prohíben rechazar el plan. El tiempo se me pasa volando entre brochas y risas con ellos dos; Nico tiene la gran habilidad de hacer reír a la gente y lo agradezco. Además, nunca antes he podido fijarme tan detalladamente en su forma de pintar, en las ideas retorcidas que llenan de bocetos sus cuadernos y la complicidad entre su creatividad y la de Sara.
Horas más tarde estamos en un pub de la periferia del barrio, con algunas copas vaciadas y música envolvente. Esta vez nos acompaña un amigo de Nico que vive por la zona y al que yo no he conocido hasta ahora. No sé su nombre, porque sólo he escuchado referirse a él mediante el Argentino. El misterio del origen de su apodo se resuelve en cuanto le oigo hablar.
– Vos sos nueva –me dice con una voz menos grave y ronca de la que se espera de un físico como el suyo.
Si bien no es el más alto, nos supera a todos en edad, aunque no acierto a adivinarla. Tiene los ojos grandes y un cuerpo forjado en el deporte que viste con ropas oscuras, sin el menor deseo de exhibirlo. Aun así, tiene la pinta de los tipos que aparentan más sensatez de la que tienen.
Aunque no ha sido una pregunta, contesto afirmativamente con una sonrisa de compromiso.
– ¿Cuál es tu nombre? –me pregunta mientras el camarero deja su copa sobre la barra.
– Julia.
– Julia –repite él en un tono pensativo, como si estuviera asimilándolo.
– No sé por qué quieres saberlo si lo olvidas en cinco minutos –bromea Sara incluyéndose en la conversación mientras se sienta enfrente de mí.
– De las chicas lindas no me olvido –contesta él dándole un trago a su copa, guiñándome un ojo y marchándose a la pista.
Sara pone los ojos en blanco aunque sonríe.
– ¿Es algún tipo de seductor empedernido o algo así? –pregunto divertida cuando le perdemos de vista.
Sara abre la boca para contestar pero antes de que pueda hacerlo escuchamos a Nico saludarle.
– Hombre, Argento, ¿dónde te has dejado a la novia de los viernes? –pregunta antes de reírse.
– ¿Responde eso a tu pregunta? –me dice Sara con las cejas alzadas en una expresión de ironía.
– Sí, me parece que sí –contesto entre risas–. ¿Por qué "Argento"?
– Bueno, además de ser una abreviación, tiene mucho que ver con su gran gusto por la plata –dice imitando el acento argentino mientras con una mano hace un gesto en representación al dinero.
Dejo escapar una risa ante su brillante interpretación.
– Si te contara cada uno de sus antecedentes penales, tú misma te sentirías prófuga de la ley con sólo oírlo –bromea.
No pasa mucho tiempo hasta que Nico y Sergio empiezan a llamar la atención de la gente a su alrededor. En lo que al alcohol se refiere suelen tener aguante, pero con el Argentino presente no pueden evitar tomarse la situación como un reto y, aunque intentan estar a su nivel, el alcohol siempre acaba venciéndoles a ellos antes.
– Te noto rara hoy –comenta Sara después de un rato, mirándome por encima del borde del vaso al beber–. ¿Va todo bien?
– ¿Qué? Sí –digo tardando un rato en salir de mi burbuja–. Sí, tranquila, no pasa nada.
Ella bebe sin dejar de mirarme fijamente y yo la imito hasta que me acabo la copa y, con un gesto de derrota, rectifico.
– Es sólo que... –me encojo de hombros sin saber muy bien qué decir, ella deja el vaso vacío a un lado y me escucha con atención–. El caso es que creo que la he cagado con una persona que me importa mucho.
Aunque no he dicho su nombre, se me hace raro estar hablando de Blanca en voz alta y Sara, comprendiendo que no tengo intención de dar detalles, me dedica una sonrisa triste y me coge la mano, levantándose del taburete para estar más cerca de mí.
– No le des vueltas. Sea lo que sea, seguro que se puede arreglar.
Asiento con algo parecido a una sonrisa. Es un consejo vacío, típico, lo que se quiere escuchar y lo que se suele decir, y a pesar de ello me reconforta. Tira de mi mano y me levanto quedando de pie frente a ella.
– Además no se me ocurre cómo podrías tú fastidiar a alguien –dice colocando una mano en mi mejilla–. Pero ahora estás aquí para olvidarte de todo por un rato y divertirte.
Dicho esto, me deja un corto beso en los labios y tira de mí hacia la pista, adonde la sigo un poco más animada.
Y más animada aún me encuentro cuando, de madrugada, nos vamos del pub. Sara, Almudena y yo caminamos agarradas esquivando simultáneamente las líneas imaginarias que parten el suelo en forma de un extraño baile que nos resulta absurdamente gracioso. Una silueta que camina un poco más adelante en dirección contraria atrae mi atención por un instante, pero la olvido enseguida porque entre las sombras no la veo bien.
No puedo ignorarla más cuando alzo la mirada de nuevo y el alumbrado le ilumina la cara. Algo en su rostro me resulta tan familiar que, en un par de segundos, me encuentro con que Sara está prácticamente tirando de mí.
– ¿Qué pasa? –me pregunta.
– Nada, creo –contesto dubitativa sin poder apartar la mirada de aquel rostro.
Sara sigue la dirección de mis ojos hasta ver al hombre que intenta caminar en línea recta a unos metros de nosotros. Su mirada perdida en algún lugar del horizonte me permite ver unos ojos claros, pero no consigo adivinar de qué los recuerdo.
– ¿Le conoces? –insiste Sara, que se ha separado ya de Almudena.
– No lo sé.
Observándole me doy cuenta de que es la imagen desmejorada de un hombre borroso que reside en algún lugar de mi memoria. Tiene cara de haber sido guapo alguna vez. Realmente guapo.
El recuerdo de una foto pasa fugazmente ante mis ojos. Un marco bocabajo. Una sonrisa encantadora. Un hombre guapo, realmente guapo.
– ¿Julia?
Las piernas no me responden. Debe de ser un error. Debe de ser simple parecido. Debe de ser el alcohol que me nubla la visión. Y sin embargo me siento alerta, totalmente lúcida de golpe, como si un jarro de agua fría me hubiese caído por encima llevándose cualquier efecto de embriaguez y dejándome en su lugar una ira que empieza a crecer a una velocidad vertiginosa.
– Julia –insiste Sara, con un tono de voz ahora más firme–. ¿Quién es?
– No estoy segura –contesto sin poder dejar de mirarle, ahora más cerca de nosotras, mi voz temblorosa.
Ella rehace su pregunta.
– ¿Quién crees que es?
– Un miserable.
Sara me mira con atención, como si pretendiera analizar en mis facciones de qué grado de miseria estamos hablando.
– Un maltratador. Un violador. Un animal. Un cabronazo.
Y hubiera seguido enumerando con los dientes apretados si Sara no me hubiese interrupido para preguntarme:
– ¿Sabes su nombre?
Sin comprender, la miro por fin, y me doy cuenta de que su rostro también está contraído, su entrecejo arrugado, como si le hubiera contagiado mi rabia, y me reconforta recordar su afán revolucionario, su radical intolerancia ante las injusticias.
– Dime su nombre.
La habitual dulzura ha desaparecido de su expresión.
– Mario.
Ella tira de mí y caminamos despacio, mi actitud manchada ahora por la confusión.
– Vamos a comprobarlo –la escucho decir.
El hombre casi ha llegado a nuestra altura, ni siquiera se fija en nosotras, aún no sé a qué punto de la calle está mirando, probablemente él tampoco lo sepa, lleva barba de unos cuantos días, tal vez por eso no termino de reconocerle, el hombre que sonreía en la foto con Blanca iba afeitado y no estaba tan delgado. Cuando el odio está consumiéndome por dentro y miro a Sara temiendo que lo deje escapar, ésta pronuncia su nombre, con voz clara aunque no muy alta; el volumen exacto en el que alguien reconocería su propio nombre.
Me fijo en su reacción y él, cruzándose con nosotras, gira la cabeza en nuestra dirección respondiendo a nuestra llamada. En ese momento me doy permiso a mí misma para liberar dentro de mí la nube de desprecio, de asco, de odio, que he estado intentando contener y pienso que, si las miradas quemasen, su cuerpo ya estaría envuelto en llamas.
Por su parte, Mario mira primero a Sara y después, sin demasiado interés, a mí. Es entonces cuando el brillo de su mirada cambia, y es entonces cuando deja de caminar, y es también entonces cuando lo que veo en sus ojos empieza a asustarme. Escucho a los chicos, quienes seguían andando y charlando, pararse unos metros más adelante y dejar de hablar, y me pregunto si el tiempo pasa tan despacio para todos o como para mí.
– Tú –habla Mario con voz ronca, mirándome con desprecio, como si se creyera con derecho a sentirse superior.
Yo no comprendo nada y miro de reojo a Sara por instinto. Ella está a mi lado observando atentamente cada uno de sus movimientos.
– Tú eres la niña que le ha comido el coco a mi mujer –dice escupiendo las palabras.
Cuando veo que da un paso hacia mí encuadro los hombros y enderezo la espalda, como si mi cerebro estuviese enviando una alarma a mi cuerpo. Nunca antes había pensado que pudiese odiar de verdad.
– Yo no le he comido el coco a nadie, y tú no tienes mujer –respondo apretando la mandíbula.
– Te he visto con ella de aquí para allá –dice acercándose despacio con una sonrisa irónica y me da un escalofrío al pensar que haya podido observarnos sin darnos cuenta–. Sé que has sido tú quien le ha metido esos cuentos en la cabeza para que me denuncie. No sé cómo puede dejarse manipular por una cría.
– Dímelo tú, que la has estado manipulando durante años.
Mario suelta una carcajada que más bien suena a risa nerviosa.
– ¡Realmente crees que puedes meterte en medio! –dice fingiendo una cara de sorpresa abriendo los brazos–. Te crees con ese derecho.
– Tú no puedes hablarme de derechos.
Siento una ola de calor recorrerme de pies a cabeza y me doy cuenta de que estoy cerrando los puños con tanta fuerza que me estoy clavando las uñas en las palmas de las manos. De repente da tres pasos para quedarse a un brazo de distancia de mí.
– Ella no es nada sin mí, ¿sabes? No es una mierda sin mí –dice subiendo el tono de voz–. Y me ha denunciado. Qué hija de su madre, qué cojones tiene –murmura, y nunca he visto a nadie expresar tanta rabia con una sonrisa.
Sólo entonces me planteo que haber convencido a Blanca pueda tener consecuencias nefastas para ella, tal y como tanto se temía.
– Tú le has jodido la vida, imbécil. Ya no puedes acercarte a ella.
– No ha entendido nada –dice como si hablara consigo mismo–. Y por tu culpa me ha denunciado. ¿Crees que me importa mucho una orden de alejamiento?
El tono que usa para referirse a mí como si estuviera hablando con una niña pequeña agota mi paciencia por momentos y doy un paso hacia él, pero Sara me pone una mano en el brazo para frenarme.
– Como la toques te vas a pudrir en la cárcel.
– Ya me estoy pudriendo, preciosa. No viviría demasiado ahí dentro igual que no voy a vivir demasiado aquí fuera. Haga lo que haga no voy a perder nada, ¿lo entiendes? ¿Entiendes que esa inútil desagradecida no va a irse de rositas después de esto?
– No te atrevas a tocarla –digo en voz tan baja que apenas me escucho a mí misma, el pulso golpeándome las sienes, un montón de alfileres clavándose en mis puños, mi respiración alterada, hasta que me deshago del agarre de Sara–. ¡No te atrevas a tocarla!
En menos tiempo del que tardo en ser consciente estoy abalanzándome sobre él con el propósito de destrozarle la cara a puñetazos, pero antes de poder golpearle una sola vez me siento en el aire, unas manos fuertes alrededor de mi cuello, mi espalda estampándose contra una pared.
– ¿Te crees que no soy capaz? ¿Te crees que no he estado apunto de matarla otras veces? –me grita con los ojos inyectados en sangre.
Sara se le ha lanzado encima y está intentando que me suelte mientras le insulta a gritos, pero yo sólo escucho su voz, me cuesta mucho respirar, sólo puedo pensar en una persona, en lo que le puede pasar por mi culpa, y enseguida los chicos se unen a Sara, y el forcejeo se alarga mientras la voz de Mario va siendo sustituida por un pitido agudo, constante, dentro de mi cabeza, y mis uñas se clavan en sus dedos, que cada vez hacen más presión, y sólo puedo pensar en una persona, su imagen se materializa en mi mente y luego se oscurece.
No sé cuánto tiempo ha pasado, seguramente mucho menos del que me ha parecido, pero de pronto la opresión en mi garganta se afloja y caigo al suelo. Tardo unos segundos en poder volver a respirar y me llevo las manos al cuello mientras veo cómo el Argentino prácticamente ha lanzado por los aires a Mario y se encuentra en el suelo con él, golpeándole una y otra vez. Nico y Sergio se le añaden y Sara corre hacia mí. Almudena, sin embargo, se ha quedado paralizada tapándose la boca con las manos mientras la situación se desataba ante ella.
– ¿Estás bien? –me pregunta Sara alarmada, arrodillándose a mi lado.
Tengo que toser un par de veces para poder respirar y hablar con normalidad, pero asiento con la cabeza. Me ayuda a levantarme, yo no puedo apartar la mirada de Mario recibiendo una paliza en el suelo, y sólo puedo pensar en una persona. Me acerco a ellos lo suficiente para ver un reguero de sangre que le mana de la nariz. Tiene la boca ensangrentada y una herida abierta en la frente, pero nada detiene al Argentino de seguir golpeándole en la cara, ni a Sergio de patearle el estómago y el pecho. Nico se acerca a mí después de echar un vistazo a su alrededor comprobando de nuevo que la calle está desierta y me sostiene por los hombros para hacerme la misma pregunta que Sara, pero le ignoro porque sólo puedo pensar en una persona. En su lugar sigo acercándome hasta que ellos deciden que es suficiente y se apartan dejando a un bulto hecho una bola en el asfalto. Me detengo de pie a su lado.
– Vámonos, Julia –me pide Sara.
– Dejala –le dice el Argentino.
En principio no entiendo el porqué de su respuesta pero voy comprendiendo cuando verlo ahí tirado, tan maltrecho, tosiendo, no me produce otra emoción que placer. Escenas que no he presenciado se desarrollan en mi imaginación sin permiso. Ese hombre, huyendo al ver a Blanca inconsciente en medio de la calle después de casi abrirle la cabeza con el bordillo. Ese hombre, llegando a casa borracho, pegándole una bofetada que la tumba en el suelo. Ese hombre, llegando a casa borracho, metiéndose en la cama con ella, babeándola, pellizcándola, mordiéndola. Ese hombre, colándose en su casa, tirándola sobre el colchón, agarrándole las muñecas, moviéndose bruscamente sobre ella, moviéndola consigo. Y Blanca, dedicando una sonrisa a cada alumno que le enseña sus pinturas. Blanca, emocionándose por la belleza de un cuadro. Blanca, metiéndose en su cuartito a pintar. Blanca, leyendo un libro en su cafetería favorita.
Y yo, mirando desde arriba a esa rata de cloaca. Yo, recordando el cuerpo de Blanca temblando de miedo por ser acariciado. Yo, comprendiendo al Argentino. Yo, sintiendo que la sangre se me acumula en la cabeza y no puedo pensar, que me da igual ser capaz de odiar de verdad, que me da satisfacción ver a ese hombre moribundo, que podré soportar ser miserable por un día. Yo, que sólo puedo pensar en una persona, descargo una patada con todas mis fuerzas en el centro de su estómago. Y luego otra. Y otra. Y él se dobla y se encoge sobre sí mismo con un quejido, y yo le escupo y le digo que ojalá se muera.
Cuando me doy la vuelta le escucho toser a duras penas. Camino hacia los demás, que me esperan sin decir nada, y cuando llego a ellos me fijo en que el Argentino se está encendiendo un cigarro entre los labios, el inferior partido, y Nico, que también tiene un pequeño corte en la ceja, se acerca a mí y me pasa un brazo por los hombros, dejándome un beso en el pelo.
– Gracias –consigo decirles.
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