LV

Los primeros acordes del bajista del grupo vibraron a lo largo del local comenzando a caldear el ambiente. A esto le siguió una melodía que se desencadenó en el preciso instante en el que yo me encaminaba a la mesa de Sara (quería verlo como la mesa de Sara y no la mesa de Blanca) bandeja en mano. Me di cuenta a mitad de camino que no estaba preparada, pero ya era tarde para mentalizarse.

Quise rodear lo máximo posible a Blanca, de forma que pudiera evitar cualquier contacto con ella, así que aparecí por detrás de Sara y comencé a servir las bebidas, bajo la mirada distraída de mis compañeros, que alternaban su atención del grupo que tocaba a los vasos que aparecían delante de ellos. Me fijé en que la mirada de Blanca era la más distraída de todas, pero a la vez la más tensa, como si algo le obligara a mirar a la banda pero esta misma fuera la única cosa de la que no se estaba enterando. Me fijé también en que me temblaban las manos y procuré terminar rápido. Pero algo me empujaba a observar a Blanca. Supongo que quería reconocer en ella algún signo del tiempo que había pasado, alguna cosa que me ayudara a entender que el cordel que nos unía se cortó, tal vez apreciar un resquicio de enojo, pero los meses que habían transcurrido me parecieron apenas un suspiro cuando la tuve delante.

Por otro lado, su indiferencia despertó en mí una rabia olvidada, y no por ser indiferencia sino por no serlo en realidad. Era una indiferencia falsa, fingida, escondida en el rabillo del ojo mientras me tenía a su alrededor. Fui a colocar su bebida en la mesa y se apartó más de lo necesario para que lo hiciera.

Volví rápidamente a la barra porque no quería enfrentarme a lo que su presencia empezaba a hacerme sentir. La vi de lejos. Bebió de su copa, más bien se mojó los labios, con la delicadeza de quien sabe que está siendo observado, y mantuvo su atención en la actuación. Decidí hacer lo mismo. Pero interiormente, repasé la historia de principio a fin, me conté con detalle selectivo el cuento que me había estado contando a mí misma en los últimos meses, y así conseguí que la sensación de falta de control que me dominaba se viera sustituida de nuevo por el rencor, por la ira contenida. Y me sentí más a gusto en mi autocompasión, repitiéndome una y otra vez que me dejó sola cuando más la necesitaba, que tuve que cargar con la culpa sola en todo momento, que no me valoró en absoluto.

No tardaron mucho en pedir otra ronda de bebidas. Blanca se ocupó de encargárselas a otro camarero y por una parte me alivió, pero por otra avivó más el fuego que me consumía. Sin embargo, para mi desgracia, el compañero que les había atendido me pidió que se las acercara yo mientras él se ocupaba de otros asuntos. Es lo que pasa siempre, cuando menos ganas tienes de hacer algo más factores se juntan para que lo hagas. Odié un poco a Murphy.

Ella tenía las piernas cruzadas y los dedos le descansaban sobre la falda. Había girado ligeramente la silla para poder ver mejor la actuación de los chicos, y tal vez por eso no me vio llegar a mí hasta que estuve suficientemente cerca. No sé si hice algún movimiento brusco, desde luego no fui consciente, pero creo que perturbé su tranquilidad, porque cuando casi había llegado a su mesa a ella le dominó el súbito amago de levantarse pero no llegó a hacerlo, sólo se removió en la silla como si estuviera incómoda. Ocurrió rápido, pero a mí me pareció que todo pasaba a cámara lenta. Su reacción fue demasiado confusa para mí como para poder reaccionar de otra forma; quise apartarme creyendo que iba a levantarse (huir), y cuando entendí que no lo haría, que simplemente actuaba como si la postura le hubiera resultado repentinamente incómoda, fue tarde para esquivar una silla de la mesa de al lado, con la cual tropecé a una distancia de Blanca demasiado inoportuna. En mi mente se desarrolló lo que creí que sería la escena que estaba por ocurrir, casi vi la gravedad actuando, mi cuerpo doblándose patéticamente para acudir a su hermosa unión con el suelo, la bandeja volando por los aires con sus vasos correspondientes, todos con vida propia para poder ir a parar cada uno a una persona distinta, probablemente uno de esas copas acabaría sobre la ropa de alguien, probablemente la de Blanca, probablemente la tierra no me tragaría por mucho que lo suplicara (y suplicaría), probablemente todo se convertiría en unos segundos en un caos de cristales rotos y hielos que atraerían las miradas ajenas hacia la camarera torpe que ya la había fastidiado en su primer día de trabajo. Probablemente sería el último día de trabajo de la camarera torpe.

Pero nada de eso ocurrió. Aunque mis pies amenazaron con dejarme caer, logré recuperar el equilibrio enseguida, la bandeja se inclinó peligrosamente hacia uno de los lados pero también pude recobrar el control a tiempo, aunque hacerlo me supuso derramar parte de un vaso sobre mí misma. También odié la física, por permitirme estropear mi propio vestuario en un intento de no estropear el de otra persona.

– No voy a pagarte esa copa medio vacía –bromeó Nico mientras yo dejaba la bandeja en la mesa notando el líquido frío calarme el uniforme.

– Lo siento, ahora te traigo otra –me disculpé aceptando la servilleta que Sara me ofrecía entre risas y tratando inútilmente de secarme.

Blanca, que era la que más cerca estaba de mí, se retiró un poco con la silla para dejarme espacio, o simplemente para alejarse de mí, cosa que también podía ser, y que sumó a mi resentimiento una punzante sensación de tristeza.

– Que Álvaro no se entere o quedaré como una estúpida –bromeé con Sara.

– ¿De qué no me puedo enterar? –escuché una voz grave a mi espalda.

Dejé caer la servilleta en la mesa en señal de derrota y Sara soltó una carcajada. Antes de girarme del todo aprecié en la sonrisa de Blanca que a ella también le divertía un poco la situación.

– De que me he tirado una copa encima el primer día –le dije a Álvaro mostrándole el estropicio en mi ropa–. Ni siquiera es el primer día, es la maldita inauguración.

También a él le causó gracia, lo cual me animó.

– No te preocupes –me dijo–. Ya me avisó Sara de que eras un poco torpe así que estaba preparado para esto.

– ¡Oye! –se quejó la aludida lanzándole una servilleta–. No le hagas caso, Julia.

– Tengo un delantal de repuesto, enseguida te lo doy –me explicó.

Recogí la bandeja y le seguí hasta la barra. Allí dejé la copa vacía y eché una mirada inconsciente a la mesa. Vi que Blanca también lanzaba una distraída mirada hacia mí y le di la espalda un tanto avergonzada. Poco después Álvaro apareció con el uniforme, le di las gracias y fui al aseo.

Había un par de chicas terminando de retocarse el maquillaje, por lo que me metí en uno de los cubículos a cambiarme. Las escuché charlar mientras me deshacía del delantal mojado, después oí la puerta y sus voces alejándose. Mientras me vestía con el nuevo, oí la puerta de nuevo, seguida de un grifo abriéndose. Eso me recordó que tenía que lavarme las manos, pues aún las notaba pegajosas.

Salí abrochándome los tirantes y la mujer que me daba la espalda alzó la vista y me encontré en el espejo con el reflejo de Blanca. Se estaba lavando las manos, me observó y bajó la mirada. Me pilló por sorpresa pero traté de aparentar normalidad en mis movimientos. Doblé de mala manera el delantal mojado y lo dejé junto al lavabo antes de subirme las mangas y abrir el grifo. Ese día parecía repleto de casualidades oportunas. Había tal silencio entre nosotras que podíamos oír la música amortiguada al otro lado de la puerta. Ninguna de las dos quiso decir nada. Al menos yo no quise decir nada. Sólo quise huir. Bastante me había estado costando no pensar en ella desde la última vez que la vi, no verla en mis sueños ni en mi imaginación, como para que ahora decidiera presentarse, real, corpórea, en el bar en el que casualmente acababa de empezar a trabajar. No me importaba que no hubiera sido su intención, que hubiera llegado a ciegas hasta mí; fuera como fuera, complicaba las cosas.

Estábamos a menos de un metro de distancia, usando lavabos contiguos, pero me obligué a no mirarla en el espejo. Supe que mirarnos de frente, aunque no fuera exactamente de frente, sería el fin. Así que mantuve la vista fija en mis dedos, intentando inconscientemente retrasar el momento, alargar algo tan simple como lavarse las manos, pero mi perdición fue mirar las suyas. Las sentí tan familiares, como la caricia de un recuerdo agradable, como si aún pudiera notar la suavidad de su piel. Y sin querer las imaginé entre las mías. Y las enjaboné despacio, con un cariño que me salió de algún rincón que había estado tratando de esconder a patadas durante los últimos meses. Sólo con mirarlas podía sentirlas, y sentí de pronto que ella también podía sentir las mías, y fantaseé en contra de mi voluntad con que las imaginaba entre las suyas, tal y como habían estado en numerosas ocasiones. Pero ese trance pronto pasó a ser doloroso, porque no era una de esas ocasiones, porque estábamos literalmente al lado y a la vez muy lejos, sin tocarla y a la vez evocando su tacto, sin atrevernos a hablar. Debía irme.

Alargué el brazo para coger papel, pero ella lo hizo al mismo tiempo y nuestras manos chocaron. Entendí esa otra casualidad como algo que intentaba despertarme y me apremiaba para aterrizar sobre la tierra y largarme cuanto antes. Y sin embargo, no pude sino sentirlo como un chispazo de realidad, como una corriente que me recorría el brazo y que incluso llevaba su olor. Había pasado todo en tan poco tiempo... No habíamos tardado mucho en lavarnos las manos, por mucho que a mí me hubiera parecido que la aguja del reloj se ralentizara exageradamente. Y lo mismo ocurría ahora, nos habíamos rozado un segundo, todo había parado en un segundo, aunque a mi cabeza le pareciera que habían acudido demasiados recuerdos. Por eso, en ese instante en que nuestras manos chocaron, ambas las apartamos inmediatamente como si nos hubiera saltado una gota de aceite caliente.

– Perdona –tartamudeó Blanca sin saber si mirarme a la cara o a través del espejo.

La entendía porque yo tenía la misma sensación; la de no saber qué hacer con las manos, cómo colocar el cuerpo o qué cara poner.

– Nada –fue lo único que supe contestar.

Le indiqué con un gesto que cogiera ella primero, y me obedeció con lo que parecía una sonrisa nerviosa. Arrancó otro trozo de papel y me lo dio, me miró en el espejo y correspondí a su mirada mientras me secaba las manos. Parecía tener una frase escondida en la garganta, pugnando por salir, mientras me observaba.

– Estás muy guapa –dijo entonces.

No estaba preparada, toda mi artillería se vino abajo. Una parte de mí se sintió como un cubito de hielo que comienza a ser derretido por un fino rayo de sol. La otra aún seguía enfadada. Empezaba a olvidar por qué, pero mantuve mi orgullo y respondí con algo parecido a un asentimiento de cabeza, a la vez que bajaba la mirada. Ella pasó entonces de mirarme en el espejo a mirarme a la cara, y yo hice lo mismo, pero por suerte o por desgracia, la puerta se abrió y entró una pareja de chicas. Eso sí que sólo podía ser una señal de que debía reaccionar. Carraspeé, me despedí en un murmullo o algo parecido, y salí de allí. 

Una vez fuera me di cuenta de que el corazón me latía desbocado y me apoyé en la barra, pero antes de poder tranquilizarme escuché mi nombre. No simplemente mi nombre; mi nombre dicho por ella, mi nombre que parecía cobrar otro significado, incluso que parecía más importante, más bonito, con su voz. Apareció y me tendió una bola de tela que no identifiqué.

– Se te ha olvidado en el lavabo –me dijo suavemente.

Recordé el delantal y lo cogí de sus manos.

– Gracias –dije, y simulé tener cosas que hacer.

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