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Un ruido me despierta aunque estoy demasiado dormida como para abrir los ojos. Siento un hueco vacío a mi lado y me estiro sin pensarlo ocupando la mayor parte de la cama. No sé qué hora es, pero no me importa. Parece de noche aún. A través de las dos finas rendijas en las que consigo abrir los ojos veo la silueta de Blanca con una toalla alrededor del cuerpo y el pelo mojado. Está sentada a los pies de la cama con un papel entre las manos y me imagino que está corrigiendo antes de irse los últimos exámenes que, por circunstancias de la vida, no pudo terminar la noche anterior. Mi mente recuerda por inercia tales circunstancias de la vida, y al final la única circunstancia fui yo.

Me pesan los párpados y mi mente comienza a recordar a gran velocidad, como en un sueño, ella sola, mientras mi cuerpo aún dormita en la penumbra de la habitación. Recuerdo sus manos desnudándome, recuerdo mi timidez al principio, recuerdo cómo retuve la respiración después, cuando no había marcha atrás, cuando me separó las piernas, cuando su rostro estuvo demasiado cerca. Recuerdo sus dulces besos en mi cuello, en mi pecho, en mi abdomen, su cálido aliento en mi entrepierna. Recuerdo su expresión que tanta ternura me causó cuando me dijo que no fuera muy exigente con ella, que sentía si hacía algo mal, que era la primera vez. Creo que eso me hizo desearla con más ansia. Y creo también que eso me hizo recibirla con un gemido más profundo. Todo lo que recuerdo después es una miscelánea de sensaciones, una húmeda bailarina tan inexperta como eficiente que no dejó un centímetro de mí sin probar, un calor ascendente que convertía la escena en una ducha en el infierno. Recuerdo la imagen de sus ojos mirándome desde abajo, la terrible excitación que me producía ver su cara entre mis piernas, las cosquillas que me hacía el roce de su cabello en la parte interna de los muslos. Recuerdo que todo me pareció demasiado, que mis dedos pellizcaban las sábanas y los suyos mis piernas, que en algún momento le acaricié el pelo y enterré en él mis manos, que perdí el control, que la cama se convirtió en una explosión de placer, que mi cuerpo se contrajo en un éxtasis desbordante, que la abracé con las piernas. Recuerdo también que se relamió, que me robé de sus labios, que alargué el instante todo lo que pude, que la noté satisfecha con su obra, que la quise, que la quise mucho, para mí y para siempre. Que quise decírselo, pero no lo hice.

Con los ojos entrecerrados advierto la sombra de Blanca, ya vestida, moviéndose por la habitación, acercándose después a mi lado, mirándome. Caigo en la cuenta de que sigo desnuda y me estremezco, ella tira de la sábana y me arropa hasta la cintura, después me deja una caricia en el pelo, la escucho irse y vuelvo a quedarme dormida.

Despierto horas más tarde sintiendo un extraño sudor frío en la nuca. En la casa entera reina el silencio, con la única excepción del leve tic tac de un reloj. Me levanto con lentitud sin ni siquiera molestarme en vestirme y me dirijo a la cocina. A medida que voy caminando, abriendo un armario, cogiendo una taza, inspeccionando la nevera, van acudiendo a mi mente otras imágenes, otros recuerdos, también de la noche anterior pero posteriores, cuando pasamos a hablar de libros.

Nuestros cuerpos permanecían entrelazados, no notábamos el calor o no nos importaba. Blanca se separó de mí sólo para sacar un cigarrillo del paquete que reposaba sobre la mesilla y se encorvó ligeramente para encenderlo. Después regresó a su postura dejándome apoyar la cabeza en su hombro y fumó mirando al techo.

– Y por eso me recuerdas a El retrato de Dorian Gray –conluyó después de una larga calada.

– ¿Así que tú serías Basilio?

– Y tú mi querido Dorian.

Me quedé pensativa unos instantes. Blanca estaba acostada bocarriba, con una rodilla doblada y mi pierna alrededor de su cintura, ocultando bajo ella su completa desnudez. Su piel dorada se antojaba aún más suave bañada por la luz amarillenta de la lamparita y mis dedos quisieron corroborarlo acercándose a acariciarla.

– No me gusta ser Dorian –reflexioné en voz alta.

Sentí su cabeza moverse sobre la mía, mirándome, pero su piel tenía toda mi atención.

– Yo no estoy obsesionada con ser joven y perfecta –expliqué–, no soy ninguna Afrodita, y tampoco quiero matarte.

Esa última parte le hizo reír.

– Bueno, la nuestra es una historia diferente. Podemos hacer los cambios que queramos.

Sonreí sin querer y repasé con el dedo el sendero hasta su ombligo.

– Tú no tienes nada de Basil.

– Ilumíname –me retó ella dándole otra calada al cigarro.

– Basil está completamente prendado de la belleza de Dorian, hasta el punto que basa en él todo su arte, y ya no puede ser nada sin él. Sin él está perdido. Además es aburrido, viejo y feo.

– ¿Eso de feo lo dice la novela?

– No lo sé, pero de cualquier forma lo es.

Blanca dejó escapar una risa con el humo.

– ¿Y estás segura de que no soy él? Porque encajo bastante bien en esa descripción.

Repasé cada palabra que había dicho. No daba crédito a lo que acababa de oír.

– ¿Aburrida, vieja y fea? ¿Estamos hablando de la misma persona? –dije incrédula alzando la vista para mirarla.

Ella colocó un mechón de mi cabello despeinado detrás de mi oreja.

– Y definitivamente prendada de la belleza de Dorian... –añadió.

Sus palabras me hicieron sonrojarme al instante, pero no pude apartar los ojos de los suyos, me sentía en un mar de aguas cálidas y aterciopeladas. Lo cierto es que no pude reaccionar hasta unos segundos después, cuando mi mano ascendió por el valle de sus pechos hasta su cuello y después hasta sus labios. Los acaricié y noté también en ella el rubor.

– Creo que eres una mezcla de Basilio, Dorian y Henry –observé casi en un susurro.

Sus ojos se escapaban a mi boca de vez en cuando huyendo de su control.

– ¿Qué tengo de Dorian y de Henry? –me preguntó con el mismo tono de voz, como si tuviera miedo de romper la armonía.

– De Dorian la belleza divina, inmarchitable, y que escondes los estragos de la vida detrás de una tela. –Pude apreciar mientras hablaba un brillo acuoso en sus ojos–. Y de Henry, la sabiduría, que me tienes enganchada, que no dejo de aprender de ti y que has desbaratado mi vida por completo. Quiero decir, la de Dorian.

Blanca no dijo nada. Ambas mantuvimos y alargamos el momento de silencio, sin despegar los ojos la una de la otra, como si el techo pudiera derrumbarse al menor movimiento, hasta que Blanca decidió que no iba a contenerse más y, acercándome a ella por el mentón, me besó.

Cuando me doy cuenta la taza está desbordándose de leche y, soltando un improperio al aire, dejo el cartón a un lado y voy a buscar algo para limpiarlo.

Blanca apagó el cigarro en el cenicero de la mesilla y se acomodó de lado, recostándose sobre su brazo mientras me miraba. La intensidad de sus ojos me hizo sentir más desnuda de lo que ya estaba y me estremecí sin querer. Ella sonrió y eso fue suficiente para hacerme sonreír. Me sentía borracha de felicidad. Nunca creí que fuera cierto que se pudiera vivir sin distinguir el sueño de la realidad, pero en esos momentos era lo que mejor describía mi vida. Flotar. Sentir. Vivir.

Blanca me echó el pelo hacia atrás dejándolo descansar sobre la almohada y liberando mi piel para poder rozarla con los dedos. Me acarició con tal delicadeza que dudé que hubiera una superficie bajo nosotras, y siguió el horizonte de mi cuerpo dejando que sus uñas recortadas dibujaran una línea invisible que me erizaba la piel a su paso. Cuando llegó a mi cintura se me cerraron los ojos, aquello parecía simplemente una de mis fantasías, de esas con las que había soñado tanto tiempo, con la diferencia de que esta vez estaba ocurriendo de verdad. ¿Estaba ocurriendo de verdad? Aún me costaba creerlo. Aún me costaba asimilar que eran sus manos las que me acariciaban, sus labios los que me sonreían, a mí, sólo a mí, sus ojos los que me desnudaban por dentro, sus manos las que me desnudaban por fuera, su cuerpo el que me buscaba, el que me recibía, el que se fundía con el mío. Debía recordarme que eran reales sus besos, que era real su piel, que era real su casa, su cama, y que yo estaba realmente en ella.

Abrí los ojos y la encontré más que real. Seguía mirándome con la misma sonrisa, pensando quién sabe qué, las lindes de su cuerpo resplandeciendo a contraluz como si un aura espiritual la envolviese. Pensé que si la luz le iluminaba la espalda mientras dejaba a oscuras su parte delantera, entonces me estaría iluminando a mí, y comprendí por qué sus ojos viajaban brillantes por mi cuerpo como en una expedición guiada por sus dedos. Me sentí un poco tímida de repente. Ella se dio cuenta y me miró risueña.

– De verdad te odio a veces –dijo como para sí misma.

Esas palabras despertaron algo en mí.

– ¿Por qué? –me recordé a mí misma preguntando lo mismo.

Ella sonrió y apartó la mirada. No parecía tener intención de contestarme.

– Ya me dijiste eso una vez –expliqué–.

– ¿De verdad? –dijo ella extrañada–. No lo recuerdo.

– Porque estabas borracha.

Blanca se ruborizó.

– ¿Y qué más te dije?

– Nada más.

Eso pareció tranquilizarla y pudo volver a dedicarme una sonrisa.

– Te responderé, pero no hoy. He cubierto mi cupo de sinceridad en una noche –bromeó acurrucándose y cerrando los ojos.

– Qué podía esperar de una persona que mide su sinceridad –murmuré acomodándome también con un fingido tono de ofensa.

Ella sonrió con los ojos cerrados y yo aproveché para observarla un rato.

– ¿También crees que la sinceridad está sobrevalorada? –pregunté.

Ella tardó en contestar.

– Sí lo creo. Sin embargo llevo demasiado tiempo viviendo con mentiras, así que personalmente estoy bastante cansada de ellas.

Escuchar eso me produjo una punzada de dolor en el pecho. No dije nada. No supe qué responder. Pensé en Mario. Me di cuenta de que ocultárselo había sido una pésima idea, que el tormento me castigaba todos los días en soledad, que sólo había conseguido hacer una bola de nieve con el problema y cuanto más tiempo pasara arrastrándola más iría creciendo, hasta que fuera demasiado grande. Hasta que tal vez fuera demasiado tarde.

– Blanca –conseguí decir con un nudo en la garganta–. Yo estuve metida en la pelea que mató a Mario. Puede que incluso yo matara a Mario.

Era la primera vez que lo decía en voz alta y, aunque estaba aterrada por lo que fuese a pasar, sentí cierta liberación. Blanca no dijo nada. Esperé un rato con el corazón latiéndome en los oídos, sin mover un músculo, pero no obtuve respuesta alguna.

– ¿Blanca...? –murmuré.

Me atreví a mirarla y la vi con los ojos cerrados. Su respiración era lenta y regular. Estaba profundamente dormida.

Termino de limpiar la leche derramada sobre la encimera y me siento a desayunar. Me duele la cabeza y consulto la hora. Las doce y media. Me pregunto por qué siento entonces que no he descansado.

Me dirijo al tocadiscos de Blanca y echo un vistazo a los vinilos que tiene. Elijo uno de los artistas que no conozco y lo pongo. En cuanto me aseguro de que la música empieza a sonar, regreso a la mesa y termino de desayunar mientras escucho con atención, imaginando o inventando momentos en la vida de Blanca donde se la ve bailar esas canciones.

Cuando decido recogerlo todo, advierto en la mesa un post-it que antes he debido de pasar por alto. La nota, con la letra de Blanca, dicta:

«Buenos días, corazón. Volveré sobre las tres, ¡ni se te ocurra cocinar nada! Hoy pongo yo la comida. Si necesitas algo, llámame.

PD: Te he dejado toallas limpias en el baño por si quisieras ducharte.

Basilio, Dorian y Henry.»

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