31
—¡Adiós, Ari!
Me despedí con la mano de mi compañero de trabajo antes de salir del gimnasio. Llevaba la chaqueta puesta, pero me la tuve que quitar porque ya empezaba a hacer calor, incluso siendo las diez de la noche.
Trabajar de seis de la tarde a diez de la noche, y más teniendo en cuenta que me levantaba a las siete para ir a clase, era agotador, pero estaba empezando a acostumbrarme después de un mes trabajando en el gimnasio.
En ese tiempo, habían cambiado muchas cosas en mi vida, pero estaba tan ocupada que apenas había tenido tiempo para pensar en ello. Iba a clase de ocho de la mañana a dos de la tarde, comía de un tupper en la facultad, y luego me pasaba un par de horas pintando en el taller antes de tener que irme a trabajar.
El cambio más importante, sin embargo, era que ya llevaba cerca de una semana viviendo en el piso nuevo. Por suerte, quedaba bastante cerca de mi trabajo, así que podía llegar a casa a una hora razonable. Ese viernes todos mis compañeros de piso, que eran de otros pueblos y ciudades, se iban a ver a sus familias, así que iba a estar sola y, aunque me llevaba muy bien con ellos, lo agradecía. Un poco de silencio en el piso no me iba a sentar nada mal.
Me encontré a Amanda, una de mis compañeras, saliendo por el portal justo cuando yo llegaba. Iba cargada con una maleta y el transportín que contenía a Kiwi, su gato. La ayudé a llevar el transportín hasta su coche, que estaba aparcado en una zona de carga y descarga que había en la calle del lado, y me despedí de ella y de Kiwi antes de que se fueran.
Subí al piso y, al encontrármelo en silencio, respiré hondo, aliviada. Estaba muy cansada, y al día siguiente, sábado, había invitado a mis amigos a cenar en el piso, pero antes de eso tenía que hacer algo que no me apetecía en lo más mínimo. Cené algo rápido y me quedé dormida viendo una serie en mi ordenador.
Me desperté a las diez, sin ganas de salir de la cama, y menos teniendo en cuenta lo que tenía que hacer, pero me obligué a levantarme. Me preparé un café, cogí una magdalena y me lo tomé todo sentada en el balcón, mirando a la calle pero sin prestar demasiada atención a lo que pasaba.
Estaba empezando a agobiarme, así que llamé a Nina.
—No puedo hacerlo —fue lo primero que dije en cuanto su imagen apareció en la pantalla.
Iba en pijama, y estaba sentada en lo que parecía ser el sofá de su apartamento.
—¿El qué? —inquirió, con una ceja levantada.
—Ir a buscar mis cosas.
Ella suspiró.
—En algún momento tendrás que enfrentarte a esto —me recordó.
—Ya lo sé... Pero es que hoy no me apetece.
—No te apetecerá nunca.
—Ya, también es verdad —murmuré.
—No creo que sea tan horrible. Son nuestros padres, no Hitler.
—Ah, ahora recuerdo que comparé a mamá con Hitler la última vez que hablé con ella. Qué ganas de repetir una conversación así. Creo que paso de ir.
—Ari, ve. Igual ni siquiera están en casa. Se van fuera muchos fines de semana.
—Y, ¿qué hago si están?
—Saludar, y decirles que vienes a recoger tus cosas —contestó, como si fuera muy fácil—. Además, será que no has aguantado conversaciónes incómodas con ellos. Ya deberías ser una experta en eso.
Solté un gruñido, porque tenía razón. Retrasar ese momento solo haría que fuera todavía más incómodo, y ya era hora de que los viera. Hacía casi dos meses que no hablaba con ellos.
Hablamos un poco más, y tuvo que dejarme porque Adil estaba en su casa y querían salir a desayunar fuera. Terminé la llamada igual de nerviosa, pero sabiendo que no tenía más remedio que ir a casa de mis padres.
Así que cogí el autobús, porque el metro solo me habría agobiado más, e hice el trayecto de veinte minutos que me separaba de la casa donde me había criado. Llevaba varias bolsas para poner mis cosas, y practiqué lo que iba a decir en mi cabeza unas doscientas veces, pero en el fondo sabía que cuando estuviera allí me saldría algo diferente.
El bus me dejó a apenas cinco minutos de mi destino. Al llegar al portal tuve que respirar hondo varias veces antes de sacar las llaves y abrirlo. Subí por las escaleras en vez de usar el ascensor, y cuando por fin estuve delante de la puerta decidí dejar de comerme la cabeza y abrir.
Cerré la puerta detrás de mí cuando estuve en el recibidor y, al caminar hasta el salón, vi que mi padre me miraba, sentado en el sofá, con el periódico abierto delante.
—No sabía que venías.
Me rasqué la nuca.
—Ya... Vengo a buscar mis cosas —contesté.
Él levantó las cejas.
—¿Vas a quedarte en casa de Elvira de forma permanente?
—No. Estoy compartiendo piso.
—Y, ¿cómo lo pagas?
—Pues trabajando —respondí, con algo más de sequedad de la que pretendía, pero es que su tono incrédulo, como si no me viera capaz de conseguir dinero por mí misma, me había molestado.
—¿Dónde trabajas? —inquirió.
—De recepcionista en un gimnasio —dije, sin querer especificar en qué gimnasio era, porque me lo veía capaz de plantarse allí.
—¿Recepcionista? —preguntó, frunciendo el ceño, y decidí interrumpirlo antes de que empezara con su discurso de que ellos no me habían pagado una buena escuela para que hubiera terminado en un trabajo tan "simple".
—Sí. Tengo prisa, así que cogeré mis cosas y me iré.
—Tu madre está fuera —dijo—. Ha salido a comer con unas amigas, pero le habría hecho gracia verte. Deberías haber avisado.
Tuve que reprimir una carcajada ante ese "le habría hecho gracia verte", porque eso venía a significar "le habría hecho gracia estar aquí para mofarse de todas tus decisiones". En vez de eso, me fui hacia mi habitación. Empecé a meter las cosas que quería llevarme en las bolsas: ropa, algún que otro libro, aunque no leía demasiado, marcos con fotos, recuerdos que tenía colgados en las paredes o metidos en cajones...
Había llenado dos bolsas cuando mi padre abrió la puerta de la habitación.
—Escucha... —empezó, algo nervioso, y me alivió saber que no era la única que se sentía así—. Sé que pasaron muchas cosas entre nosotros, y no te pediré que vuelvas a vivir aquí porque sé que no quieres, y me alegra que seas más independiente, pero... Ven a vernos de vez en cuando. Sé que muchas veces terminamos discutiendo, pero me esforzaré para que no sea así. Tu madre y tú también tendréis que poner de vuestra parte, claro está, pero yo creo que puede funcionar.
Me quedé callada unos segundos, planteándome si era una buena idea, y me di cuenta de que no quería vivir en esa tensión constante de no hablarme con mis padres y estar evitándolos. Sí, su forma de ver el mundo difería mucho de la mía, pero mientras consiguiéramos apartar ciertos temas, igual podía funcionar.
—Vendré —respondí, y él asintió con la cabeza antes de volver al salón.
Terminé de recoger todo lo que quería llevarme, que ocupaba cuatro bolsas de las grandes, y salí de la habitación.
—¿Necesitas que te ayude a llevarlo? —se ofreció, y me esforcé por sonreír con amabilidad.
—No, no hace falta —respondí—, pero gracias.
Me despedí de él con un sencillo "adiós", que él me devolvió, y salí de casa sintiéndome algo desconcertada. No había salido tan mal como esperaba.
Estuve una buena parte de la tarde organizando mi nueva habitación. Puse todo lo que me había llevado de casa de mis padres en las estanterías y cajones. Había comprado algunas cosas días atrás, como una lámpara para la mesita de noche y un par de plantas, todo para empezar a sentir esa habitación como algo mío, y poco a poco lo iba consiguiendo. Los primeros días en ese piso habían sido raros, me sentía desubicada y la habitación se me hacía extraña, pero cada vez me sentía más a gusto.
A las ocho —tarde, como siempre— empecé a prepararlo todo para la cena. Tenían que venir a las nueve, así que bajé corriendo al supermercado que por suerte había a pocos minutos del piso, y compré ingredientes y bebida. Estaba segura de que traerían más bebida, pero compré cerveza y vino por si acaso.
Lo subí todo a casa, puse las bebidas en la nevera, y empecé a cocinar. Se me había metido en la cabeza que quería hacer lasaña de espinacas, una receta que me había enseñado mi abuela hacía años, poco antes de dejarnos. Conseguí tenerlo todo listo para meter en el horno a las nueve menos cinco y, justo cuando acababa de poner la bandeja dentro, sonó el timbre.
—¡Qué bien huele! —exclamó Natalia, entusiasmada, en cuanto le abrí la puerta—. ¿Qué hay para cenar? Me muero de hambre.
—Lasaña de espinacas —contesté, y ella soltó un grito de alegría que me hizo reír.
Detrás de ella aparecieron Silvia y Marc que, como había intuido, aparecieron con otra botella de vino blanco, y pocos minutos más tarde llegaron Patri y Alex, mis amigos del instituto Los presenté a los demás, y nos sentamos en la mesa del comedor para ir poniéndonos al día y tomando algo.
Estaba contándole a Patri y Natalia lo rara que había sido mi visita a casa de mis padres cuando el timbre sonó de nuevo. Fui a abrir, y me encontré a Marian y Gabriel haciendo una pose extraña, como si fueran superhéroes, cada uno con una botella de cerveza de litro en la mano.
—¡Aquí el comando especial del mejor barrio del mundo! —exclamó Marian, y solté una carcajada. Adoptó una pose normal, y me miró con indignación fingida, negando con la cabeza—. Me ha dolido mucho que te hayas ido del barrio. Ni siquiera tuve la oportunidad de enseñarte el bar donde se pasa la droga.
—Y, ¿para qué va a querer ver eso? —cuestionó Gabriel, divertido.
—Porque es un lugar mítico del barrio —repuso ella.
—Creo que ya sé cuál es —dije—. Un día estaba paseando a Panceta y vi tres coches de la policía parados delante de un bar en la rambla esa que hay cerca de la parada de metro.
—Ah, sí, ahí es. Pero no te creas tú que la policía va allí a hacer detenciones, no, que ellos también están metidos en el negocio —contestó ella, riendo con maldad.
Entraron en casa y dejaron las botellas en la nevera. Ya habían dos botellas de cerveza abiertas en la mesa, así que Marian fue a servirse, y en pocos minutos ya se estaba haciendo amiga de Patri. Gabriel no tardó en ponerse a hablar con Alex y, teniendo en cuenta que todos mis amigos ya estaban cómodos y ocupados, fui a encargarme de la lasaña.
Resultó que la lasaña me había quedado incluso mejor de lo que esperaba, porque varias personas repitieron, y luego simplemente nos dedicamos a hablar, beber y escuchar música. Como me había temido, la bebida no fue suficiente, así que Gabriel y Marc bajaron al supermercado de abajo, que por suerte abría hasta tarde, a comprar más cerveza.
Yo había previsto una velada tranquila, pero debería haber sabido que, con mis amigos, eso era imposible. A la una y media de la mañana, tenía a Alex, Silvia y Gabriel jugando a las cartas, con dinero encima de la mesa, pero al poco rato lo dejaron para ver a Marian y Marc haciendo una batalla de rap, con una base puesta en el ordenador, que estaba conectado a la tele. Era una de esas competiciones en las que te dan una palabra y tienes que rapear a partir de ella, y la verdad es que, aunque me estaba muriendo de risa —especialmente cuando Marc rimó "dinastía" con "mi tía"—, no se les daba nada mal.
Terminamos todos aplaudiendo como locos, con silbidos y gritos incluidos, y por mi cabeza pasó que igual a los vecinos no les iba a hacer mucha gracia, pero era sábado, y teniendo en cuenta lo pasados que íbamos todos, dudaba que fuéramos a aguantar mucho más.
Mientras Patri se unía a la batalla de gallos, fui a mi habitación a buscar un jersey, porque teníamos la puerta del balcón abierta —Natalia y Marc salían a fumar de vez en cuando—, y estaba empezando a refrescar.
Estaba poniéndome el jersey color mostaza que había encontrado por mi armario cuando me giré y vi a Gabriel cruzando el pasillo.
—Psst —lo llamé, y él se giró hacia mi puerta entreabierta, asustado.
—Joder, que casi me da un infarto —se quejó, y reí.
Gabriel se acercó a mi puerta y apoyó su hombro en el marco.
—¿No vas a unirte a las batallas de gallos? —le pregunté, divertida, y él sonrió antes de negar con la cabeza.
—Los destrozaría, y tampoco es plan de tener a mis amigos frustrados porque nunca conseguirán superarme —bromeó.
—Oh, sí, seguro.
Me acerqué a él, lo cogí de la nuca y tiré su cuerpo hacia el mío con suavidad. Ajusté la puerta y uní nuestros labios. Él envolvió mi cintura con sus brazos y me pegó más a él, profundizando el beso. Su espalda chocó contra la pared mientras yo acariciaba su pelo y mi lengua jugaba con la suya.
—Ay, mi madre —escuchamos de repente, y nos separamos de golpe para ver a Marian en la puerta de la habitación.
Debería haberla cerrado del todo.
—Hola —la saludé como si nada, sin saber muy bien qué decir, y a Gabriel se le escapó la risa.
—Esto no me lo esperaba —murmuró ella—. Es decir, sí me lo esperaba porque se os notaba la tensión sexual desde Japón, pero pensaba que seguía sin resolver. ¿Cuánto tiempo lleváis así? ¿Estáis saliendo?
Gabriel soltó una carcajada, como si lo que estaba diciendo le pareciera de lo más surrealista y gracioso, y lo miré con una ceja levantada.
—Qué va —contestó él y, aunque era la verdad, el tono con el que lo dijo me provocó un pinchazo muy feo en el pecho.
Conseguimos que, pese a que Marian era muy cotilla y quería saber todos los detalles de lo que hacíamos juntos, el interrogatorio fuera breve. Gabriel no tardó en irse, y parecía incómodo desde que nuestra amiga nos había pillado. Que tampoco me parecía tan grave, y teniendo en cuenta la actitud despreocupada del rubio, nunca habría dicho que actuaría así, pero supongo que tampoco lo conocía tanto como pensaba.
La gente se fue retirando, y a las tres de la mañana solo quedábamos Marian y yo, sentadas en el sofá con el último vaso de cerveza que nos habíamos servido.
—Entonces... —empezó, y cerré los ojos porque ya había tardado en sacar el tema—. ¿Lo de Gabriel y tú solo es sexo?
—Sí —afirmé, intentando convencernos tanto a ella como a mí misma, pero terminé suspirando—. Creo que sí. No estoy segura.
—¿Te gusta?
—Claro que me gusta, pero es complicado. No quiero meterme en otra relación, y menos teniendo en cuenta lo desastrosa que fue la última, y Gabriel no quiere saber nada de relaciones serias.
—¿Eso te lo ha dicho él? —inquirió, frunciendo el ceño.
—Nos lo dijo ese día que nos contó lo de Anya.
—Ah, la chica esa que se le había declarado... Es verdad, dijo que no le interesaba tener una relación. Aunque igual era con Anya. Tú no eres esa chica. Igual sí quiere tener algo más contigo.
Negué con la cabeza.
—No sería una buena idea.
—Pero si sois compatibles en prácticamente todo.
—Sí, y también en el hecho de que ahora mismo no buscamos nada serio. —Suspiré—. Es como... Es como que no quiero salir con él, porque no quiero una relación, pero a la vez se me hace difícil considerarlo como un amigo con derechos cualquiera. He tenido amigos así antes, y me sentía de otra forma. Me daban más igual.
Ella se calló unos segundos, pensativa.
—Díselo. Háblalo con él —me propuso—. Es fácil hablar con Gabriel.
—No lo sé... Es que no quiero cagarla y perder lo que tenemos.
—¿Tan bien folla? —preguntó, divertida.
—Pues sí, la verdad es que sí —contesté, y Marian se echó a reír.
Era tarde y no quería que Marian volviera a casa sola, así que le ofrecí dormir en mi casa. Lina, una de mis compañeros de piso, me había dicho que, mientras lavara las sábanas, podía dejar que durmiera otra gente en su habitación, y se la ofrecí a Marian, pero terminó quedándose dormida en el sofá.
Yo me fui a la cama, con una sensación extraña en el estómago. Era como una mezcla entre ansiedad e inquietud, porque no saber lo que Gabriel sentía me hacía sentir insegura en cuanto a nuestra relación.
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¡Capítulo sorpresa! Solo os diré que el próximo (que subiré a mediados de la semana que viene) será bien hot jejejejej
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