Prólogo - Capítulo 1

PRÓLOGO.

-No debe hacer nada indebido ni de mal gusto frente a la muchacha -advirtió la dueña del burdel al hombre que se encontraba sentado frente a ella, divididos ambos por un bello escritorio, en la lujosa oficina de la mujer. Estaba totalmente prohibido propinar nalgadas, pellizcos o mordidas a las jóvenes, ponerles la mano encima sin su consentimiento o utilizar un vocabulario grosero con ellas.

En las relaciones sexuales se debía tener en cuenta, por encima de todo, los gustos, deseos y aversiones de las jóvenes, y bajo ninguna circunstancia estaba permitido obligarlas a realizar cualquier acto sexual indigno o que ellas no consintiesen en efectuar.

Las jóvenes tenían derecho a desnudarse, vestirse y ducharse solas, salvo si ellas mismas permitían a sus clientes hacer cualquiera de estas cosas con o por ellas, pero las grabaciones de estas actividades estaban rotundamente prohibidas.

Si la joven contratada se quedaba dormida antes o después del acto sexual, el cliente tenía derecho a mimarla y tocarla del modo en que deseara, pero en ningún caso debía despertarla ni molestarla para su propia satisfacción. Las necesidades de las jóvenes debían ser respetadas y satisfechas por los clientes del modo más atento posible.

Si las muchachas aceptaban salir con sus clientes a alguna actividad social fuera de la isla, el cliente debía utilizar uno de los vehículos que El burdel tenía destinados al efecto, con su correspondiente chofer. En estos casos el cliente debía correr con todos los gastos de vestido, hospedaje y alimentación de su acompañante, pero el transporte era cortecía del establecimiento.

Las declaraciones de amor, solicitudes de citas u ofrecimientos de dinero a las jóvenes para que abandonaran su trabajo se consideraban ofensas graves contra el burdel, y eran sancionadas con el veto de por vida para volver a entrar en la isla, además claro de la expulsión inmediata y la pérdida de todo el dinero pagado.

Las jóvenes de la isla de las rosas se reservaban el derecho de aceptar o rechazar a cualquier cliente, sin importar la cantidad de dinero que él deseara pagar por ellas, y el centro de recreo tenía éste mismo derecho respecto a la admisión de clientes. Era válido pagar por los servicios de dos o más jóvenes al mismo tiempo, pero no todas las muchachas aceptaban trabajar en esas condiciones.

La isla de las rosas era un sitio muy selecto, en que sólo hombres de alta alcurnia eran aceptados y no se toleraban los pervertidos, los matones o los ebrios. Los clientes debían cumplir con ciertos estándares de etiqueta y comportamiento para poder ingresar en el centro, y las tarifas eran tan elevadas que estaban fuera del alcance de la mayoría de la gente.

-¿Está usted de acuerdo con todas las pequeñas condiciones de que hemos hablado, señor? –preguntó al fin la propietaria del burdel. Se trataba de una guapísima mujer de unos cuarenta años, de cabello rojo pulcramente peinado y ojos azules. Llevaba un ajustado vestido negro, y una hermosa gargantilla adornaba su cuello.

El cliente asintió. Era un hombre atractivo y naturalmente elegante.

Su cabello, que era casi rubio, estaba peinado hacia atrás y era brillante y sedoso, así como sus cejas poco pobladas y la barba finamente recortada, que el caballero utilizaba sin bigote. Los azules ojos eran brillantes y llenos de vigor masculino, su cutis era juvenil, limpio y fresco, y sus dientes perfectamente blancos y parejos. Ttenía hombros anchos, brazos, pecho, abdomen y piernas de musculatura pronunciada pero no excesiva, y sus manos, aunque blancas y delicadas en apariencia, mostraban una gran fuerza.

-Estoy completamente de acuerdo con todo –dijo lacónicamente, tras su asentimiento.

-Extraordinario –respondió la mujer, sonriendo ampliamente-. Entonces reservaremos un sitio especial para usted la próxima semana, con tres días de hospedaje previo en una de nuestras habitaciones, cortecía de la casa. Podrá utilizar esos tres días de esparcimiento para degustar todo tipo de platos extraños, recrearse en las instalaciones de la isla y escoger a la joven que habrá de acompañarle durante toda su semana de ensueño aquí.

Espléndido –respondió fríamente el hombre.

Entonces ambos, él y la propietaria, se pusieron en pie al mismo tiempo para despedirse.

-Estaré aquí la semana que viene en la fecha y hora que hemos convenido –siguió el cliente. Medía al menos un metro ochenta y cinco de estatura, pero lo más llamativo en él era su aspecto ligeramente frío y lleno de misterio.

-Estaré encantada de recibirle yo misma –respondió la mujer, con una radiante sonrisa-. Será un honor atender a un personaje tan distinguido como usted.

-El honor será todo mío –devolvió el hombre, con una media reverencia-. Y ahora tendrá que disculparme, hay asuntos que debo atender.

-Adelante –dijo la propietaria, y lo acompañó hasta la puerta.

Una vez el hombre se hubo marchado ella volvió a su escritorio y presionó un botón de su intercomunicador.

-¿Sí, señora? –respondió inmediatamente una elegante voz desde el aparato.

-Edwardo, asegúrate de que nuestro invitado no se vaya sin antes gustar una copa de Champagne –ordenó la mujer en tono imperativo.

-Sí, señora.

Entonces la dama marcó un segundo número en el intercomunicador.

-¿Sí, señora? –respondió entonces otra voz desde el aparato, esta vez una femenina.

-¿Diane, has registrado el día y hora en que recibiremos a éste cliente?

-Desde luego, señora.

-Bien. Parecía un caballero bastante distinguido. ¿puedes decirme de quién se trata exactamente?

-Un momento, señora. Se trata del señor César Collalto, un noble francés.

-Excelente, Diane. Eso es todo –la mujer cortó la comunicación. Entonces apoyó los codos sobre su escritorio y la barbilla sobre la mano izquierda, mientras una sonrisa pícara asomaba a sus labios. Interesante, muy interesante. Tal vez aquel hombre debería recibir una bienvenida un poco más especial de lo acostumbrado. ¿Por qué no?

CAPÍTULO I

AMISTAD

Eran ya las diez de la noche en los relojes de París, y la ciudad estaba tan brillante y llena de lujo como siempre. En uno de los salones de práctica del distinguido club Chastel de esgrima y artes medievales dos hermosas jóvenes se batían duramente usando espadas, en una feroz sesión de entrenamiento.

Ambas vestían el uniforme clásico del regimiento de espaderos franceses, el cual estaba compuesto por botas altas, un pantalón rojo muy ceñido y un jubón azul de cuello alto, hombreras, botones y puños dorados. Ambas blandían la espada con mano derecha y en la izquierda empuñaban cada una una pequeña daga.

Las dos muchachas eran a penas damas entradas en la mayoridad, de unos diecinueve o veinte años como mucho, y eran extremadamente bellas.

Una de ellas, la más alta, tenía el cabello rojizo y los ojos azules; su cabello era de largo hasta sus hombros y la chica lo peinaba de medio lado, de modo que el flequillo le cubriera un lado de la frente mientras el otro quedaba descubierto.

Su compañera de entrenamiento, algo más bajita de estatura, era rubia, se peinaba con raya al medio, y el pelo, largo hasta media espalda, lo llevaba sujeto en una simple cola. Tenía además unos grandes ojos azules llenos de vivacidad, una nariz y orejas perfectas y una boca extremadamente sensual.

Sus pechos eran más pequeños que los de su amiga, pero la rubia los tenía más erectos, y además su cintura era más estrecha y sus piernas más esbeltas.

Las dos jóvenes eran amigas de la infancia y solían practicar la esgrima por lo menos tres veces a la semana, dos horas cada vez. Se adiestraban tan duro y con tanta seriedad que les gustaba practicar completamente solas, en un salón de entrenamiento asignado especialmente para ambas.

Sus nombres, bien conocidos en la alta sociedad parisiense, eran Mademoiselle Leticia Collalto y Mademoiselle Luisa du Montalais, dos respetadísimas damas provenientes de dos de las más encumbradas familias francesas. Las jóvenes compartían una añeja amistad de quince años, y cuando sus respectivas ocupaciones no las dividían, se pasaban el tiempo yendo al ballet, a la ópera o a cenar en lujosos restaurantes de la capital francesa.

Las actividades nocturnas de las dos, por regla general, dependían de su estado de ánimo y variaban según sus gustos o caprichos. La única actividad fija en su itinerario, de hecho, eran las prácticas de esgrima tres veces a la semana.

-¡Touche! –gritó Leticia, la bella pelirroja, al encontrar una abertura en la guardia de su amiga y hundirle la punta de la espada entre los pechos, sonriendo satisfecha-. ¡Te he tocado, Montalais! ¡punto para mí!.

La pequeña rubia de figura angelical, Luisa du Montalais, bajó la espada con resignación y se guardó la daga en el cinto.

-Vale, he perdido. ¿Quieres otro asalto, Leticia?.

La pelirroja envainó la espada mientras negaba con la cabeza.

-No lo creo, por hoy ya es suficiente.

Montalais se fijó en el reloj de pared, al tiempo que enfundaba también su arma.

-UF, tienes razón, si ya son casi las once. Démonos prisa o cerrarán con nosotras dentro.

Ambas chicas guardaron sus armas de práctica, se cambiaron de ropa, y unos minutos más tarde ya atravesaban el portal del club en el Ferrari rojo de Leticia.

-Que pase buenas noches, Mademoiselle –le dijo el portero a la pelirroja una vez el auto se detuvo ante el portón principal.

-Sí, también usted –Leticia puso los ojos al frente y el auto salió a la autopista ronroneando como un gatito. Aunque Leticia no solía conducir rápido, en un coche como el suyo la alta velocidad era algo que no se podía evitar.

En la noche, la ciudad de París volvía lentamente a la calma. Los vendedores arrastraban sus carritos con los restos del día, los camareros amontonaban los últimos restos de basura en contenedores, y los caminantes se apresuraban para protegerse de la gélida brisa.

Por su parte, el Ferrari esquivaba el tráfico con fluidez, partiéndolo como un cuchillo. Mientras la travesía se hacía cada vez más ligera el perfil iluminado de la torre Eiffel, apuntando hacia el cielo nocturno, apareció del lado derecho.

-¿Cansada, mi querida Montalais? –preguntó Leticia.

Luisa llevaba la cabeza echada hacia atrás en su asiento y los ojos cerrados.

-Un poquito –respondió-. Supongo que hoy nos hemos pasado un poco de la hora.

-Ha de ser ese trabajo tuyo –opinó Leticia, con la vista clavada en la carretera. Habían llegado ya a la travesía con la Rué de Rivoli y el semáforo estaba en rojo, de modo que el ferrari se quedó estático por unos breves instantes-. ¿Cuándo comienzas de nuevo, por cierto?.

Montalais exhaló un suspiro lleno de cansancio.

-El próximo sábado: Si todo sale según lo previsto tendré que trabajar una semana y media, más o menos. Después quedaré libre otras dos o tres semanas, como siempre.

-Qué tedia, cuando no estás todo por aquí se vuelve muy aburrido –repuso Leticia. El semáforo acababa de ponerse en verde y la muchacha apretó levemente el gas para ponerse en marcha. Penetraron entonces en un tramo arbolado de la Rué Castiglione, un camino que servía como acceso Norte a los famosos jardines centenarios de las tullerías, el equivalente parisiense del Central Par neoyorquino-. No comprendo porqué trabajas tanto, querida. ¿No te parece más divertido andar paseando conmigo de aquí para allá?.

Montalais abrió los ojos y se llevó la mano a la boca para bostezar.

-Pues claro que sí –respondió después-. Pero ya sabes cómo nos llevamos mi abuelo y yo. No me gusta depender de su fortuna si puedo ganarme el dinero yo misma. Después de todo mi trabajo es quizá algo pesado, pero no puedes negar que pagan bien.

Leticia rió en respuesta. Conocía perfectamente la situación de Luisa, cuyos padres estaban muertos y cuyo abuelo, un banquero archimillonario de estirpe muy antigua, era el único pariente vivo que le quedaba a la chica.

No obstante, Montalais sabía muy bien que de quererlo no necesitaba ni trabajar ni depender de la fortuna de su abuelo, porque al lado de la familia Collalto nunca le había faltado cobijo, afecto o dinero, aunque esto último ella nunca lo había recibido de ellos.

El coche giró a la izquierda, enfilando hacia el Oeste por el bulevar central del parque. Tras tomar una desolada avenida, la conductora rodeó el estanque circular y fue a parar hasta un espacio cuadrado más allá, y segundos después el ferrari abandonaba el parque, pasando bajo el Arc du Carrousel. Desde esa explanada se veían cuatro de los mejores museos del mundo, cada uno en un punto cardinal distinto.

Leticia viró antes de llegar al museo de Loubre y ni ella ni su acompañante se molestaron en mirar la espectacular fachada.

-Querida, me muero de sueño. ¿Crees que podrías darte un poco de prisa? –preguntó la rubia después de unos momentos. Ambas se habían sumido en un silencio pensativo.

Leticia aceleró. Las muchachas solían ser muy amables la una con la otra cuando estaban juntas.

-¿Quieres que quite la capota? –preguntó luego la pelirroja.

-No, hace frío y además me dormiría si el viento me diera en el rostro. Mejor déjala.

El ferrari pasó sin detenerse por el barrio diplomático y luego fue a salir a una calle secundaria, desde la cual pasó a internarse nuevamente en la avenida de los campos elíseos. Unos minutos más tarde llegaron a la zona de los castillos, donde estaba situada la imponente mansión Collalto. Estaba situada a unos treinta y cinco minutos al Noroeste de París, cerca de Versalles. Era uno de los castillos más importantes de la región, dotado de dos lagos y unos jardines extremadamente bellos.

La reja de seguridad se alzó para dejar pasar el coche. Mucho más allá, la enorme estructura de la mansión les daba la bienvenida, su blanca fachada de piedra con algunos focos que iluminaban los jardines ante ella recortada contra el cielo nocturno.

Leticia no se molestó en llevar el auto al aparcamiento, sino que lo dejó entre unos setos, como era su costumbre, para que luego algún empleado se encargara de guardarlo. Después, las jóvenes cruzaron una basta extensión de terreno y llegaron a la entrada principal.

-Buenas noches, Mademoiselle Collalto, Mademoiselle du Montalais –saludó Cordelia, la vieja ama de llaves de la mansión. Su tono era severo-. Un poco tarde esta noche.

Cordelia había sido la nana del padre de Leticia cuando era niño, y más que una empleada en la mansión se la consideraba como la abuela familiar. Ya no podía, como antes, encargarse de los asuntos relativos al cuidado y mantenimiento de la casa, pero todo el mundo sabía que la única manera en que el señor la sacaría de allí sería en un ataúd, y eso si no decidía construir una tumba para ella en alguno de los jardines, porque la quería como a una madre.

Leticia se quitó la chaqueta, la dejó tirada en el piso y se alejó de allí, sin molestarse en responder. La estima que su padre sentía por la anciana no le importaba lo más mínimo.

-Buenas noches, Cordelia, que duermas bien –se despidió, no obstante, Montalais, y luego salió corriendo para alcanzar a la pelirroja, quien ya se hallaba en el ascensor.

-No comprendo porqué eres tan malvada con esa pobre vieja, Leticia –comentó la rubia.

Leticia, que se había sentado en el suelo del ascensor y tarareaba una canción italiana, no la miró al responder.

-No es que no me agrade, Montalais, no me tomaría una molestia tal con una persona tan vieja: Es sólo que sin importar qué sea ella para mi padre, para mí no es más que parte del servicio, y tú bien sabes que yo no me relaciono con el servicio.

Luisa no respondió. Conocía perfectamente las opiniones de su amiga respecto a las clases inferiores y, aunque no las compartía, tampoco consideraba el asunto de tanta importancia como para dedicarle una conversación.

En ese momento las puertas del ascensor se abrieron, y las chicas salieron al corredor que había delante. Un precioso cuarto las esperaba a ambas.

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