Purgatorio
Me sentía agitada. No sabía si era el final o el principio. No entendía nada. Los veía a todos, ahí, torvos y recios. Sádicos. Me sentenciaban con la mirada y con sus cuerpos. No divisaba sus rostros, creía que era un sueño. Pero era real.
Estaba Felipe. Me acariciaba el rostro, mientras lloraba.
-¿Qué te pasa? – le pregunté.
-Te amo – me contestó.
-¿Entonces por qué llorás? – le volví a preguntar.
-Porque te voy a perder.
-No, mi amor – dije. – Vos no me vas a perder nunca.
Felipe sonrió abriendo su boca. Esa misma boca con la que me decía que me amaba, con la que me susurraba su dolor en secreto, con la que me dejaba intranquila y en paz a la vez.
Un ruido desconocido me impidió seguir escuchándolo. Me arrojó a lo lejos, bien distante de él. Estiré mi mano, buscándolo. Desesperada.
-¡Felipe! – grité.
No hubo respuesta. Sólo sucedió. El dolor me atravesó en el mismo instante en el que apareció el frío. Sentí algo al interior de mi cuerpo que no había vivido nunca. En ese momento, creí que era mi amor por Felipe. Pero no. Era el miedo
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